sábado, 16 de marzo de 2024

TINA Y LAS PIEDRAS VOLADORAS

[Pensando en Yulia Abud amiga] 

Ya no muy me acuerdo ―es decir, ya no recuerdo― si esta muchacha era hija del matrimonio que vivía en el rancho de mis abuelos, pero de lo que estoy seguro es que por alguna razón convivimos ahí, siendo aún pequeños. Me acuerdo sí, del carácter huidizo de esta demonia, misma a la que vistieron de diabla con el tiempo, por orden de la Presidencia Municipal, pues asegún… la Tina, que así se llamaba, lentamente mataba de tiricia y miedo a su patrona. Una señora entrada en años, de cabellos blancos. Gente del tiempo de antes.

Se escuchaba que a la pobre vieja la espantaban, y que daba de gritos, justo cuando sonaban las campanadas del medio día, desde el templo del Señor de las Misericordias.

Doña Felícitas era una mujer de mucho dinero, dueña de tierras agrícolas, ganado y fincas. Por esta razón, la casona donde vivía era enorme y toda ajuarada. Ocupaba media manzana, tenía corredores ajardinados, pretiles, patio, traspatio, dos norias y chiqueros. Las caballerizas daban hacia el portón de la trastienda. Y desde la calle se pasaba por el zaguán, directo a la cocina, situada al extremo del corredor izquierdo.

En ese tiempo ya había muerto su esposo, los hijos se habían marchado a hacer sus vidas, o a multiplicar sus dineros y negocios, y vivía sola entonces, en el pueblo. Aunque de repente sus hijas y nietos la visitaban. De esta señora, la diabla de la Tina era una de sus sirvientas. La más muchachita, bonita y avispada.

Además de ocuparse del lavado del nixtamal, de la hechura de la masa para las tortillas y el pozol, de mantener el fuego del fogón y asear la cocina, ella era la encargada, a mañana y tarde, de ir al río para lavar los trapos de la cocina, y traer agua para el servicio. Ahí iba con su ánfora grande de tres orejas, aunque en ocasiones llevaba dos cantaritos. Los cargaba del agua más cristalina, y siempre añadía en ellos, dos o tres lajas azules. Lajas, las piedrecitas redondas y planas que zumbaban y hacían “platillos” sobre la superficie del agua, cuando las tirábamos intentando cruzar el río.

© Guijarros, piedrecitas de río. Antiguo río San Pedro, La Concordia, Chiapas.

Ella apenas si me decía: 

—Oí. A ver si me ganas. A ver quién hace más platillos y llega más lejos.

Siempre me vencía, aunque teníamos la misma edad: diez u once años. Yo apenas lograba que mis lajas hicieran dos o tres saltos sobre la corriente, mientras que las de la Tina hacían cuatro y hasta cinco marcas de círculos, cruzaban el río y hasta llegaban a los peñascos del otro lado.

Esta demonia entonces, la famosa Tina, además de llevar agua, siempre cargaba algunas lajas en los cántaros. Los descargaba en la cocina, ponía el agua en la tinajona que descansaba oronda sobre el piso, apartaba las piedras que llevaba —todas redondas, azules, livianas y del mismo tamaño—, escondía las lajas en las bolsas del delantal y luego se iba al patio, en donde las guardaba al pie del cocotero. El comedor de doña Felícitas, o de doña Licha, como también le llamaban, daba hacia el oriente, a donde llegaba el sol de la mañana, detrás del coco formidable.

Fue en ese tiempo cuando a doña Licha “la comenzaron a espantar” aunque, a decir verdad, más bien creía… decía que la espantaban. Del diario y a medio día llovían lajas sobre el techo del comedor. A veces chocaban contra la puerta que daba al patio, en veces entraban por debajo de la puerta, e incluso en una ocasión quebraron uno de los cristales de la vidriera. Llamó a sus dos sirvientas mayores y a los trabajadores del traspatio, pero nadie sabía ni entendía nada del asunto. Mandó a llamar a sus hijos y, aunque la esperanzaron, lo único que concluyeron fue que las piedras volaban desde el penacho del cocotero. Que ya no se debía asolear tras las vitrinas del comedor y que mejor se mantuviera alejada del coco.

En esa misma ocasión, incluso, dado que almorzaron juntos, en cuanto los hijos partieron, justo al medio día volvieron a zumbar las piedras.

Sólo eso supe de a de veras. Hasta que un buen día —clarito lo recuerdo—, llorando sacaron a la Tina de la Presidencia Municipal. Ahí, sobre las bancas de los portales de la alcaldía, la revistieron de rojo, de demonia: con sus cachos, su cola y todo. La montaron a un burro y, aprovechando que estábamos en recreo ­—en ese tiempo, los dos únicos salones de clase del pueblo estaban en la Presidencia—, a esa hora la pusieron a dar vueltas alrededor del parque. Que porque ella era la dueña de las piedras que pretendían matar del susto a doña Felícitas. Que porque ella hacía volar las piedras desde el palo de coco. Que porque ella era aprendiz de bruja y en fin...

Adelante iban dos policías, jalando al burro y a la Tina. Ahí llevaban a la pobre Tina, llora y llora, y los escueleros detrás, mis compañeros maldecidos. Unos empuyando al burro, otros tirándole piedras, y todos gritándole a la pobre Tina: ¡Que muera la diabla! ¡Que muera la diabla! ¡Que muera la diabla! Todos en coro.

El día anterior, doña Licha, se supone que tras la indagación de sus hijos, y estando presentes todos, incluso la servidumbre… doña Felícitas concluyó que la de las malas artes era la Tina, a pesar de su corta edad. La denunciaron ante el presidente municipal que era hermano de la doña, su cuñado, o algo así, y dicen que días después sesionó el Cabildo. Que tras ello mandaron a la policía: dos hombres del pueblo que aún en contra de su voluntad, apresaron a la desdichada Tina y… por increíble que parezca, se la llevaron a la Presidencia.

La encerraron toda la noche en la cárcel y, al día siguiente, como en los tiempos de la Europa Medieval y de la inquisición cristiana, le cayó el anatema y el estigma: la propia autoridad municipal ordenaba castigarla por malcriada, por dirigir las piedras voladoras y por no responder a nada.

Mucho tiempo después puse en claro mis recuerdos: Cristina, mi amiga Tina, la Diabla, la Doña Diabla de los Cuxtepeques, coleccionaba, al igual que yo, guijarros y piedras de colores, aunque ella en especial, lajas, lajitas azules que conservaba como un tesoro. Las guardaba dentro de una olla desjaretada y negra, junto al palón de coco, aunque... ella poseía gran fuerza en el brazo derecho, lo que en ese tiempo me parecía tremendo.

Era inteligente y en sus soliloquios, por las tardes, conversaba con las flores y con los árboles del jardín y del patio. Quienes la veían distante y hasta ajena, opinaban así, quizás, debido a que nunca hablaba con nadie. Porque sólo conversaba con sus piedras. Porque sólo de repente se reía conmigo, cuando la acompañaba al río para escoger guijarros y lajas azules. Lajas que hacíamos brincar sobre la corriente del río. 

 

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1 comentario:

Winstoria dijo...

Estoy agradecido por la originalidad y frescura que aportas a cada artículo. ¡Gracias por mantenernos siempre intrigados!