martes, 20 de febrero de 2024

EL SEÑOR DE LOS PERROS

Se llama Casimiro, según él mismo afirma y, tal vez se apellide Hernández o Fernández, de acuerdo con el dicho de los vecinos. Forma parte de la cotidianidad del antiguo Ejido Madero en Tuxtla, aunque en especial es conocido, se le respeta e incluso se le aprecia en la Sección El Zapotal, en la Ribera de Cerro Hueco y en la colonia Francisco I. Madero. Es El Señor de los Perros, aunque también El Líder de la Manada, ambos motes por la misma razón: la jauría de perros que siempre le acompaña. Perras y perros jóvenes, viejos, tullidos, tuertos y enteros; sus amigos, sus “muchachos”, su familia.

Casimiro es un tipo correoso, flaco y alto, aunque algo doblado por los años. Entrecano y barba hirsuta; un personaje ensimismado. No obstante, conversa con sus perros y saluda a la gente, cuando algunos se detienen ante él. Sólo a quienes conoce pide dinero para “echarse un taco”, “para comprar café en la tienda”, o “para comprar agua, [pues] es que hay harto calor”. Siempre lleva consigo un morral o mochila, huaraches o zapatos viejos y, en ocasiones un sombrero raído. Lleva comida para él y sus perros, tiene alrededor de setenta años, deambula por entre las calles que bajan del Museo de Ciencias, el templo del Señor del Pozo y el Zoológico de don Miguel Álvarez del Toro.

Flacos, desnutridos y pulguientos, sus chuchos le siguen a donde va. Cinco, siete y hasta diez perros. Canes maltratados, con señas de sujeción y restos de correas y mecates en sus cuellos; en ocasiones perras que amamantan a sus cachorros. A todos nombra o rebautiza, y a todos llama por sus alias: Melga, Pinto, Mañosa, Flaca, Toro, Pancho... Se sienta en las banquetas sombreadas del rumbo y, todo lo que la beneficencia pública le da para comer, lo comparte con ellos. Ninguno osa arrebatarle el morral de los abastos, y todos se echan alrededor de él. Lleva los alimentos en su mano, de ella come y reparte a cada quién su porción. Comen todos y mientras conversa, agita sus brazos, voltea, asiente o expresa mil cosas corporalmente, y señala rumbos cuando de seguro cuenta a sus amigos, historias, sueños, fantasías.

Hay algo de encantamiento en su relación con ellos. Cuando llega al Libramiento y su tráfico incesante, y va a la sección Madero por tortillas, por alimentos o por algún “asunto” a la Agencia Municipal, sus falderos por el lado Sur, se juntan, se echan, se aquietan. Casimiro les da instrucción de que esperen y, efectivamente, de ahí no se mueven sino hasta que vuelve. No atraviesan el Libramiento. Nunca han sido lesionados sus perros ahí.

© Este no es, pero como si lo fueraPalacio de la Zarzuela. Madrid (2006).

Y lo mismo ocurre cuando desde la Calzada de Cerro Hueco —desde la esquina de los hoteles Mónaco—, se dirige hacia la Central de Abastos: deja a los perros algo antes del retén de la policía, pues él va a ganarse “algunos centavos”. Recoge basura y le dan monedas por llevarla a los contenedores. Regresa con dinero y comida, y ya sus perros lo reciben con gruñidos de cariño y colas agitadas. Buscan la mejor sombra, Casimiro abre el itacate, los perros le hacen rueda y todos se ponen a comer y a conversar.

Cuentan que, en una ocasión, algún desconocido intentó correr o amagar al buen Casimiro. Con un garrote pretendía que se hicieran a un lado, que se quitaran de la acera, aunque en el preciso momento en que el tipo blandía el palo, el más fuerte de los perros se le echó encima, y en seguida fueron los otros. A consecuencia de ello, al tipo le desgarraron el pantalón y quién sabe si no algo más. Se echó a correr mientras los perros le seguían, aunque sólo hasta que Casimiro situación ésta, fuera de lo común— gritó fuerte, levantó la mano y sólo dijo: Hey, hey, ¡Muchachos!… ¡Ya estuvo bueno!

El Señor de los Perros entonces, es un hombre excepcional. Un personaje típico, un personaje popular. Cuentan que vive “en el cuartito que le construyó el gobierno junto a la alberca vieja, frente al museo nuevo”. Ello debido a su historia personal, pues dicen las malas lenguas que cuando fue joven probablemente a principios de los años sesenta del siglo pasado, encontró en la cama a su mismísima esposa con un desconocido.

Ello cuando en cierta ocasión y de improviso, volvió a la casa de su rancho, por el rumbo de Santa Rita, luego de la Ribera del Cebollal hacia el Sureste de Tuxtla. Y cuentan que fue un suceso “muy sonado”. Que en el acto mató a ambos a machetazos y puñaladas, lloró ante ellos y ante sus dos pequeños hijos y, aunque huyó hacia el monte… a las dos semanas fue aprehendido mientras lloraba y lloraba, en la casa de un familiar en Chiapa.

Dicen que en verdad amaba a su mujer por sobre cualquier cosa. Que repetía una y otra vez su nombre, a quien calificaba de chata, chula, joven y hermosa. Que ambos se enamoraron desde pequeños. Que fue condenado a cuarenta años de prisión. Que nunca llevaron a sus hijos a la cárcel para visitarlo y que… ante su amor, la carga de su culpa, la falta de sus hijos y el encierro, terminó por volverse loco.

Ingresó a la antigua Penitenciaría del Estado, ubicada en lo que hoy es el Edificio Plaza de las Instituciones, frente a la Plaza Bonampak. Luego fue trasladado, al igual que el propio presidio, al posteriormente afamado Penal de Cerro Hueco. Fue un tipo ejemplar dentro del Penal y dicen que, hasta antes de su enajenación, dio clases de primeras letras a sus compañeros. Razón por la que el juzgado de la plaza rebajó su pena. Aunque saldaría sus cuentas con la justicia el año 2003, diez años antes en 1993 quedó libre.

Sin embargo, su alteración mental no le permitió regresar a la vida ni rehacer nada. Se quedó para siempre junto a la puerta grande del Penal de Cerro Hueco —su rancho y casa de Santa Rita según sus alucinaciones—, y ahí se siguió quedando, aunque hoy ya no es la entrada principal del Penal, sino el estacionamiento público del Museo de Ciencias.   

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