Hace algunos días estuve en la ciudad de México,
solo para engolosinarme. Después de sacar la chamba ―un
examen y algunas conferencias que hube de tomar como parte del diplomado al que
asisto cada treinta o cuarenta días― me dirigí al zócalo por entre las
estaciones y galerías del Metro, hasta emerger del inframundo en la mismísima
Plaza de
Ahí
estaba con sus extensas y coloridas carpas, y debajo de ellas el microuniverso de los libros: alrededor
de cien stands con expositores de
todas las editoriales mexicanas. Varias presentaciones de libros, conferencias
y mesas redondas; conciertos en un templete principal, y hasta reuniones de
café en donde se leía poesía y se discutían cosas de académicos y otros
menesteres... Aparte, entre la espada y la pared, es decir, entre el Palacio
Nacional y
Fue ahí donde me encontré con una compañera del diplomado y donde ella compró discos y un texto de Marguerite Duras, al tiempo que di con un precioso ejemplar ilustrado del Kama Sutra, aunque nunca tan bueno como el que hace tiempo me birlaron. Tres selecciones de textos de una editorial extranjera me encontré también: Charles Dickens, Gustave Flaubert y Artur Conan Doyle, suficientes para lo que resta del año, aunque más bien para rebasar tantito el promedio vergonzoso de un libro por año que leen los mexicanos, a decir de las estadísticas.
© Revistas Life. Ciudad de México, 2010. |
Nos internamos después en la marabunta
del pasaje del Templo Mayor. Nos ubicamos en la esquina del antiguo edificio de
Comenzamos. Teníamos interés en una edición vieja de A Sangre Fría de Truman Capote y en algunos ejemplares faltantes de la serie Historia del Arte Salvat, aunque también buscábamos el Manual del Arquitecto Descalzo de no sé qué autor alemán. Desde tiempo atrás traía pendientes algunas revistas Life de los años sesenta para nuestra colección.
Así que, caminamos entre tomos encuadernados y descompuestos, cuadernos y más cuadernos, revistas sobre revistas, libros y más libros; usados, viejos y antiguos, esmirriados y gruesos como un adobe, pequeñísimos y más grandes que el tabloide, raídos y descoloridos, empolvados o polvorientos, etcétera. Eso fue lo que vimos en una de esas librerías, en donde igual, compran o venden libros, manuales y enciclopedias. Adquieren a precios risibles cualquier biblioteca entera. Puedes comprar desde una revista suelta, un diccionario y un sumario de plegarias, o hasta colecciones completas... de lo que quieras.
Son las famosas librerías de viejo de la calle de Donceles. Antiguas como los volúmenes que manejan, y desgastadas por el tiempo como los propios libros; las mismas que se dedican desde el siglo antepasado al trasiego de materiales viejos, tan sólo comparables con los negocios del mercadillo dominical, ubicados por el rumbo de La Lagunilla, aunque ellos además de libros, se dedican a música, discos, muebles y objetos de arte; miniaturas, cristales y tantas cosas.
Pero lo admirable fue el candor de los muchachos que nos atendían: amables y respetuosos, con delantales azules y cubrebocas, como para imaginarlos bibliófilos o simplemente apasionados por la lectura. Pues… ¿Qué más harían si no leer, mientras los clientes se esfuman, invadidos por el mar de los libros de su entorno?
Ya no recuerdo si fue por el antiguo Teatro
Esperanza Iris —actual Teatro de la Ciudad—, por la porfiriana Cámara de Diputados,
o por el viejo edificio del Senado de
Pero ya entrados en la caminata,
continuamos. Descubrimos El Tomo Suelto,
El Laberinto,
¾Señoritaa. Sí tienen libros de magia negra ¿verdad? Libros de brujería, esoterismo. Esas cosas...
Al final y ya casi trastabillando,
salimos con una carga de bolsas de algún lugar. Atravesamos la calle de Cuba,
la del Hotel Habana, y muy pronto llegamos a
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