Recuerdo que invariablemente, luego de las tortillas con sal y manteca, o del café con pan de las ocho de la noche, doña Fausta nos gritaba:
―Rolando, Joseantonio, Almasafira. Ya, a la cama. ¡Vengan por su cucharada de emulsión!
Se refería a la emulsión de Scott, gringa, el aceite emulsionado y espeso, blanco como la leche, “de puro aceite de hígado de bacalao”, que justo a esa hora, antes de la almohada y el sueño, nos daba doña Fausta, afectivamente. Eso era del diario, aunque en especial durante el tiempo de aguas, siempre que hubiera dinero para la farmacia. Decía que debíamos tomarla para “crecer sanos y fuertes”, y para prevenirnos del catarro y sus complicaciones: tos, mocosera, calenturas, fiebres, paludismo e incluso tisis, que era como entonces se llamaba a la tuberculosis. Entonces no había dengue, zika o chikunguña, ni tanto gobierno de irresponsables y depredadores.
Y… aún hoy no me explico cómo a varios de mi generación y a muchos otros ―de los que expresan sus ideas y recuerdos a través de las redes digitales―, la emulsión les parecía un bebedizo de al tiro repugnante, el brebaje más despreciable. No me explico cómo les parecía “medicina descompuesta”, “aceite rancio”, o “pócima con olor a pescados”, cuando a nosotros, en familia, a mis hermanos y a mí, no sólo nos parecía un medicamento normal e incluso dulce, sino una especie de jarabe delicioso. Replicábamos a los de al lado: “remedio fiero… ese sí, el aceite de parlama”. Un medicamento en verdad horroroso, que vendían a granel en las boticas, que de repente nos recetaban, a cambio de nuestra emulsión de Scott.
Me acuerdo que doña Fausta, ponía en mis manos, quizás quince o veinte pesos para comprarla. Primero, de muy chavo, en la farmacia La Palma de tío Raúl Coutiño Ristori y luego, a la del Sagrado Corazón que, aunque es fundada por el doctor Juan Zenteno Díaz en 1965, desde el año 1972 fue restablecida por el tío médico Márbel Coutiño Guillén, quien apenas se reintegraba al pueblo, tras sus estudios en la Universidad Nacional, la de la ciudad de México.
Pero bueno, la cuestión es que la botella de emulsión venía dentro de una caja, y Dago, el amigo de todos, Dagoberto Salas Ibarra, el boticario de La Palma, hábilmente la envolvía en papel periódico, yo la echaba al morral de los mandados y de ahí, derechito de vuelta a casa.
![]() |
© Viñeta
original de Emulsión Scott, o del pescador noruego. Dominio público
(c1880). |
Ya ahí, previa revisión y permiso de mi madre, tomaba la caja, quitaba la botella de cristal café algo ovalada, ponía ambas cosas sobre la mesa, yo enfrente, y me quedaba absorto. Ambos objetos traían la misma ilustración al frente, y detrás la misma etiqueta informativa. La emulsión de Scott, pordios que me llevaba al mundo de las fantasías; al sueño y a la ficción. Me parecía inverosímil que hubiese un pescado de tan gran tamaño (ojo, no conocíamos el vocablo pez), tan o más grande que el propio hombre. Me parecía extraordinario que el tipo que cargaba el bacalao, estuviese tan bien vestido, llevara zapatos ¡E incluso sombrero! Y me imaginaba el mar y la bahía, la ciudad en su orilla y los barcos de velas; las casas de dos o tres pisos, cuando en el pueblo no había mar sino tan sólo ríos y arroyos, y no había más que edificios de una sola planta.
Era el tiempo de los dorados años sesenta, principios de los setenta; tiempos del Piperawitt y el Tiro Seguro, las inyecciones de Respicil, el bálsamo de San Juan, las pomadas de La Tía, La Vaquita, La Campana, Mentol, Vick Vaporoub y 666; los “tonificantes” Hemostyl y Quina Laroche, la Leche Philips y la de Magnesia; la sal de uvas Picot, las pastillas Penetro y tantas otras… Mejoral, Desenfriol, Conmel, Contax, Cafiaspirina.
Y es que, en la etiqueta de la emulsión, efectivamente, se leía: “Emulsión de Scott de aceite puro de hígado de bacalao”. Luego iba el tipo citadino que con el tiempo supe que se trataba de un ballenero noruego y su bacalao a cuestas. Después continuaba el texto: “para la tisis, afecciones del pecho y etcétera”. Detrás no recuerdo el texto de la inscripción, aunque sí la profusión de palabras médicas, la dosis que decía: “Tómese una cucharada sopera diariamente”, y el lugar o incluso la dirección en donde se fabricaba.
Ahora, recién me he encontrado con un anuncio, que quizás haya sido copiado de la etiqueta trasera del frasco y la caja. En él se lee:
Emulsión de Scott. Aceite puro de hígado de bacalao con hipofosfitos de cal y sosa. Tan agradable al paladar como la leche. El remedio más racional, perfecto y eficaz para el alivio y la cura de: tisis, escrófula, resfriado, toses crónicas, afecciones de la garganta y enfermedades extenuantes, tales como el raquitismo y el marasmo en los niños; la anemia, la emaciación y el reumatismo en los adultos. Es un maravilloso reconstituyente. No tiene rival para robustecer y fortalecer el organismo. Los médicos en todos los países del mundo la prescriben a causa de lo agradable que es al paladar, y de los brillantes resultados obtenidos con su uso. Tiene tres veces la eficacia del aceite de hígado de bacalao simple.
Finalmente, he localizado la viñeta original en la redD (lúcida y hermosa como las de mi niñez), la misma que ilustra esta remembranza, y además, una de las originales en inglés, que probablemente indica: “Emulsión de Scott, de aceite puro de hígado de bacalao, con hipofosfitos. Apetecible como como la leche. Derechos reservados 1884. Panorámica de la vida cotidiana. Costa de Noruega. Scott & Bowne. Park Fl. Nueva York”.
Otras crónicas en cronicasdefronter.blogspot.mx
Permitimos divulgación, siempre que se mencione la fuente.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario