viernes, 20 de junio de 2025

QUEMAS AGRÍCOLAS Y CULTURA

Ahora mismo, desde el espacio, vemos cómo casi todo México está cubierto por una densa capa de humo, y lo mismo sucede a Chiapas. Estamos al inicio de la temporada de incendios forestales, quemas que por fortuna terminarán pronto, pues las lluvias se adelantarán, de acuerdo con las previsiones meteorológicas.

Sabemos todos que la mayoría de los incendios son de origen humano: quemas agrícolas incontroladas, fogatas abandonadas, cerillos y colillas, fogaradas inducidas y hasta pirómanos como siempre, aquí y allá; nada nuevo. Sabemos también, que una cantidad pequeña de quemazones se debe a la naturaleza: rayos, truenos y sobrecalentamiento de cristales rotos, sobre todo en basureros y carreteras. Todos estamos de acuerdo en que los incendios deben ser eliminados, prevenidos, sofocados, y que urge sean excluidos de la cultura agraria tradicional.

Desde tiempo inmemorial los pueblos mesoamericanos practicaron la roza-tumba-quema, demencial y antieconómico sistema agrícola, que implicaba: 1. “Rozar”, o lo que es lo mismo: podar o rasurar el monte bajo. 2. “Tumbar”, o tirar a punta de hacha y motosierras, el monte alto: bosques, selvas e incluso acahuales. 3. “Quemar” toda esta masa de recursos bióticos tras algunos días de sol. 4. Incorporar las cenizas residuales al suelo. 5. Sembrar maíz, frijol, calabaza, yuca, chipilín, chile, etcétera, y después… 6. Efectuar todas las labores agrícolas subsecuentes.

Afortunadamente aunque a las cansadas, esta práctica parece haber desaparecido; NO la aparejada costumbre de quemar acahuales, rastrojos y residuos agrícolas.

Todos estamos de acuerdo insisto, en eliminar estas prácticas agrícolas ecocidas e incosteables. Sin embargo, exiguas o muy escasas son las investigaciones y estudios efectuados respecto del contexto cultural, el bagaje del cual forman parte estas técnicas campesinas. Poco se ha dicho, por ejemplo, acerca de cómo el fuego elimina de las parcelas, las semillas de todas las hierbas y malezas virulentas que con el tiempo afectan a la milpa.

Acerca de cómo este sistema funcionó hasta antes de la existencia de herbicidas y agroquímicos, y cómo aún funciona, entre los campesinos indios y mestizos pobres, carentes de recursos para adquirir tales insumos. Es cierto además, que las cenizas derivadas de la quema in situ, se incorporan al suelo y lo retroalimentan, aunque es mejor reconocer toda la verdad: que ello es ínfimo, tanto por la acción del viento y la lluvia, como por su achicamiento, su risible aportación orgánica (en comparación con su predecesor: los enormes volúmenes de biomasa verde).

© Humareda ofrenda. Tuxtla Chico, Chiapas (2009).



Y a los estudiosos agrónomos y fitotecnistas tampoco, nunca se les ha ocurrido pensar en la enorme cantidad de conocimientos ancestrales (olmecas, mayas, zoques, chiapanecas, etcétera), bagaje cultural mesoamericano del cual forma parte el antiquísimo ritual de renacimiento que implicaba el acto-celebración de las quemas agrícolas. Sí. Las quemas relativamente controladas de residuos agrícolas formaron y forman parte del bagaje, del patrimonio cultural de nuestros pueblos, los pueblos mesoamericanos que habitaron y aún habitan los paisajes del Centro, Sur y Sureste de México, Belice y toda Centroamérica.

Las quemas agrícolas, tras un breve período de descanso —tiempo de frío, guerras, fiestas, calor y estío, período ubicado entre los meses actuales de diciembre a abril—, reiniciaban para mayas, zoques y chiapanecas, el curso cíclico de su vida. Reiniciaban el tiempo de la naturaleza y en especial los ciclos agrícolas modelados por el hombre. Las quemas agrícolas —así de extrañas como parecen desde una perspectiva moderna u occidental— renovaban el pacto que las divinidades habían establecido con los hombres, desde tiempos primigenios, desde el inicio de los tiempos: prendían fuego a sus sementeras “muertas” para, a partir de ahí, hacer brotar de nuevo la vida.

Hacían fuego y procuraban la mayor cantidad de humo, para complacer a sus deidades, para comunicarse con ellas, para alimentarlas… Exactamente como desde sus altares encumbrados, al pie de edificios rituales y santuarios construidos, los sacerdotes formales, institucionales (e incluso los propios soberanos), ofrecían a sus dioses, el humo y los sutiles aromas derivados del incienso. Para complacerlos, deleitarlos y de tal modo garantizar el renuevo de la vida, las lluvias, la fertilidad del suelo; la buena y abundante cosecha.

A su entender, las emanaciones de humo llegaban al cielo; ahí se confundían con las nubes, uno de los espacios asignados a sus dioses, el supramundo, y ellas estimulaban la generación de las lluvias. Humo santo y humaredas sagradas que en la mayor parte de los casos provenían de resinas, pero también derivaban de la quema de papeles absorbentes ensangrentados, quema de sangre propiamente, e incluso quema de corazones humanos y animales, como entre los mayas y mexicas.

De modo que el vulgo, el pueblo común… desde los pequeños parajes clánicos o familiares, y desde las parcelas de familia, ofrecían a sus divinidades el fuego y humo de sus sementeras; como si se tratara de alimentos sagrados o divinos. Y lo mismo hacían cuando a la puerta de grutas y socavones, al pie de cerros y montañas, o junto a las estalagmitas del interior de cuevas, ofrecían las fumaradas y fragancias desprendidas del ocote, el estoraque, el copal y otras resinas.

Hoy, naturalmente, los pueblos y comunidades de Chiapas, tras tantos siglos de colonización, desarraigo y pulverización de sus “tradiciones culturales”, no asocian la costumbre de las quemas agrícolas con sus antiguas prácticas religiosas. Pero he aquí —como hemos expuesto— la evidencia: la terca impronta de la cultura y demás herencias; que bien a bien sin saber porqué (o tan sólo porque “así se hizo antes” o “así hicieron siempre los viejos”) los campesinos indios y mestizos de Chiapas, siguen quemando sus rastrojos, los “desperdicios” agrícolas de sus campos.



cruzcoutino@gmail.com agradece retroalimentación.

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