por Antonio Cruz Coutiño
Tal como expreso en el perfil de mi página
digital:
“soy amante de todo. De las
mujeres hermosas, de las flores, colibríes y el mar. Amo a mi familia y a los
amigos; el trabajo, mis rottweillers, Pink Floyd y Eric Satie; el rock, el
blues, algo de jazz y los helados de guanábana”. Por esta última razón hasta la
fecha, siempre que voy a un lugar diferente, invariablemente pruebo sus helados
fresquecitos, sus nieves de antología.
Conozco y he relamido las nieves de naranja,
guayaba, frambuesa y miel de caña de los Helados Coppelia en la rampa de La
Habana. Los diversos y muy mexicanos de La Oaxaqueña, disponibles en cualquier esquina
a lo largo y ancho del país. Los antiguos Santa Clara del estado de Hidalgo,
presentes en las más renombradas plazas comerciales citadinas. Los muy típicos
de rosas, pistaches, elote, fresa-limón y mamey, disponibles justo en frente del
templo colonial de Coyoacán. Los exquisitos sorbetes de la Heladería Santini de
Lisboa, en Portugal. Y… ya ni se diga de los parisinos Berthillon de crema, yogurt, mantequilla y cajeta, o los de la Fontana di Trevi en Roma. De nueces,
champagne, arándanos, fresas y chocolate.
La verdad es, sin embargo, que me encantan en
especial las nieves nuestras, las de los nieveros y sus carritos ambulantes, coloreados,
provistos de cornetas, uno o dos botes grandes y el más pequeño e infaltable,
el de los conos, barquillos y galletas.
―Nieveee.
La nieveee. Hay de fresa y vainillaaa. Nieveee. Va la nieveee.
Así, más o menos, dice siempre la cantinela de
los nieveros de Chiapas, aunque varía en razón a los sabores que a diario
cambian, tanto por la variación que precisa el deleite de sus clientes asiduos,
como por la disponibilidad de los saborizantes y las frutas de temporada.
―Hoy,
amigo, traigo de las que le gustan: guanábana, zapote colorado, vainilla y coco
fresco―, me
dice el buen Oscar Valencia Mendoza a sus setenta años de edad, “cintalapaneco
de la cabecera municipal”. Nitus, come-lima-tierna y chimbombo “de pura cepa”,
tal como se define, sin ningún rubor o asomo de duda.
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© Deliciosas nieves tuxtlecas.Tuxtla Gutierrez. (2010) |
Don Oscar es el tipo correoso, fuerte y flaco, el
de los mantecados más sabrosos del rumbo; el del carrito nievero junto al
kínder Tepoxina Pintado, muy cerca del templo de San Pascualito, en Tuxtla
Gutiérrez. El de la esquina de Sexta Poniente y Cuarta Sur. “Ricos Helados
Acuario 100 % Cintalapanecos” se lee en el toldo del carretón de las nieves; el
mismo que descarga junto con sus tres botes, todos los días de lunes a viernes,
a las 10:30, y levanta más o menos a las cuatro de la tarde, con el respaldo de
la familia de una de sus hijas radicada en la ciudad.
Conozco a don Óscar desde los primeros días del
negocio afortunado, desde hace diez o doce años. Cuando el carrito era más
pequeño y de un solo bote, aunque siempre de dos sabores. Invariablemente vestido
al modo de los vaqueros-rancheros del Bajío y el centro del país: botines
sencillos, tradicionales; pantalones siempre de color pajizo, camisa pachuqueña
típica, sombrero formal de dos pedradas, cinturón ancho e incluso navaja al
cinto.
―Noo. No
es percha, amigo. ―Me dice
cuando lo inquiero―. Lo que
pasa es que así me vestía yo los domingos, en Cintalapa, y puees… después de hacer
la nieve tempranito, almorzar y bañarme, ya me cambio formal, pa’venirme al
negocio.
Y es cierto, pues me ha contado que aún
conserva sus derechos como vecino, agricultor y ejidatario. Es dueño de diez
hectáreas, y cultiva algo de maíz y forraje, con lo que mantiene su pasión: “un
par de caballos briosos”, tal como afirma, y las carreras de cintas de todo el
Valle de Cintalapa, a las que nunca falta… si le invitan.
Pero volviendo al asunto: hoy mi nievero
estrella viene súper-surtido. Hay barquillo simple de a cinco pesos, barquillo
doble de a ocho, cono especial de a diez ―el mismo que él llama “nieve de galleta”―, y vasitos plásticos de a
cinco, ocho y diez. E incluso oferta porciones más grandes, para los “clientes
de mayoreo”, a razón de sesenta pesos el litro. Salvo las de a cinco pesos,
todas, al gusto del público, pueden combinar dos sabores y ser coronadas con
pasta de chocolate. Hmmm. ¡Qué rico mi barquillo doble, de guanábana y vainilla!
Así que todos los días se acaba hasta el último
copo de nieve exquisita. Más o menos novecientos pesos diarios, aunque los días
de asueto y vacaciones son terribles. Las ventas bajan hasta su tercera parte.
Ello no obstante que tiene entre sus clientes, no sólo a escueleros y padres de
familia, sino a taxistas, transeúntes, automovilistas y hasta gente
emperifollada.
Cuenta que los sabores de cajón, los que
prefiere la clientela, son coco fresco y vainilla, razón por la que se
mantienen permanentemente. Fuera de ellos, trabaja las frutas de temporada. Hoy
zapote colorado y guanábana, pero a lo largo del año: todos los sabores habidos
y por haber, incluso limón, chicozapote y zarzamora.
Me confía que lo peor que le ha pasado en dos
ocasiones, es haber recibido billetes falsos de a doscientos pesos, lo que
aprovecho para finalizar mi visita. Le cuento que mi primer recuerdo asociado a
los helados, es de cuando un nievero fuerte, grande y moreno, iba a media calle
con el bote grande sobre la cabeza, y el tarro pequeño en una de sus manos. A
voz en cuello gritaba: ¡La nievee! ¡La nievee! Aunque yo escuchaba: ¡Manifee!
¡Manifee! Era la fiesta del Señor de Las Misericordias en La Concordia, cuando
sólo probábamos las nieves durante las fiestas. Era tan pequeño mi pueblo que
su gente no alcanzaba para mantener permanentemente al artesano y a su familia.
Fue llamado por mi padre. Nos sirvió nieves de
chocomilk a todos, y luego, estupefactos mis hermanos y yo, vimos cómo el tipo
fornido, de un solo tirón se llevó el bote desde la banqueta a la cabeza,
cuando el recipiente nos parecía gigante.
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