por Antonio Cruz Coutiño
Ayer fuimos
al cine. Vimos la enésima versión de El Hombre Lobo,
ahora con Benicio del Toro, Anthony Hopkins y Emily Blunt. Ni buena ni mala, tan
sólo para distraerse; para volver a la historia de los licántropos que con la
luna llena se transforman. Para recordar la riqueza arquitectónica de algunos palacios,
casas señoriales y calles enteras de Londres y sus alrededores, aunque… otra
historia cruza el relato de esta leyenda: la presencia inveterada de los
gitanos ―en Chiapas y toda Centroamérica conocidos por “húngaros”― cuyo
campamento tradicional, antiguo, hizo relampaguear nuestros recuerdos.
Memoria estimulada por esas escenas de
gitanos prestidigitadores: rasgos físicos y culturales, carromatos, parafernalia,
mujeres viejas, vestidos multicolores.
Recordé a los húngaros de La
Concordia, a los trashumantes que aún vieron estos ojos, durante los sesenta y
hasta el año 1972. Sus manteados raídos como carpas de circo, sus fogarones y grandes
peroles de estaño, sus enormes raciones de cerdo, sus niñas hermosas ―rubias,
cejas gruesas y pestañas arqueadas―, el lenguaje extraño que
entre ellos usan, y las películas que proyectaban, a veces a colores, nunca
antes vistas.
Recuerdo muy bien a las gitanas:
cabezas cubiertas con pañoletas de seda y
cabellos ensortijados, arracadas que pendían de sus orejas, grandes escotes en pecho o espalda, manos llenas de sortijas y pulseras, vestidos largos, ampulosos y de colores fulgurantes, y bolsas que formaban parte de ellos. Nuestras madres no usaban ese tipo de vestidos, y menos llevaban bolsas. Juzgábamos de niños que en ellas siempre llevaban dulces, juguetes e incluso pequeños demonios.
Creíamos que sus hombres eran malvados. Les recuerdo siempre fumando puros o cigarros de hoja, panzones, corpulentos, con sus cabezas y brazos enormes; a veces güeros, colochos, aunque en ocasiones morenos y afeitados a rape. Sus cejas eran obscuras, cargaban pequeñas áncoras y torzales de oro. Iban y venían con sus camisas bombachas y en ocasiones sin ellas. Los veíamos enormes y malencarados y hasta sabíamos ―por la abuela María Antonia y algunos tíos― que quienes se portaban mal, eran robados por los húngaros.
Nos decían que hacía varios años, en
ocasión de la visita de los gitanos al vecino pueblo de San Bartolomé, un “niño
desobediente y malcriado” había desaparecido. Que buscaron por el pueblo y los
alrededores y que, sólo cuando los húngaros habían abandonado la plaza lo
supieron todo: que el muchacho había sido sacrificado por ellos, como hacían
con los cerdos, y que en fritangas y chicharrones se lo habían comido.
Los hombres salían a las calles, a las
casas de la orilla, a las rancherías, a las milpas, y llevaban cuerdas, lazos,
costales y en ocasiones balanzas de las llamadas romanas. Cambalacheaban de todo: pistolas y puñales por caballos y
puercos, utensilios de cobre por maíz y frijoles, sus propias alhajas por
cargas de sal y quesos fermentados, baratijas por huevos y cosas de comer, y hasta
en una ocasión… yo mismo vi cómo al tío Héctor Coutiño De la Rosa, uno de los ricos
del pueblo, los húngaros lo engatusaban con dos dagas relucientes que, a su
decir, venían de Marruecos, y un machete extraño, de empuñadura de plata y envuelto
en seda, cabeza de águila y doble filo. Ahí supe por primera vez cómo eran las
espadas.
También recuerdo cómo en ocasiones por
las tardes, los húngaros mayores y las gitanas jóvenes y bonitas, incitaban a
los chavales y a los señores del pueblo a acercarse; a pasar a los butaques y
cueros que extendían sobre el piso, debajo de sus toldos. Los invitaban, les
decían que no les tuviesen miedo, que a ver qué tan buenos eran pa’jugar a las
apuestas. Que los invitaban a echarse una manita de pókar, conquián o siete y medio. Comenzaban con granos de café, seguían
con monedas pequeñas y terminaban con sus únicos billetes.
Las húngaras salían también,
acompañadas, aunque sólo se quedaban en el pueblo. Visitaban las casas del
centro, a las señoras de los finqueros y a las dueñas de tiendas. Frecuentaban
a los que construían casas, a los herreros, el taller mecánico y las carpinterías,
las cantinas y hasta el cuartel de los militares. Iban elegantes y recién
pintadas. Ponían adelante a alguna de sus hijas, coqueteaban a los varones
viejos, y les leían las cartas… unas cartas, recuerdo, diferentes a las del
pókar, aunque parecidas a las españolas.
Por esos años, un día, a propósito de
las húngaras galanas, el tío Tránsito De la Rosa, encabronado, nos dijo:
―¡Je je jey! ¡Cuidado con
esas víboras enjustanadas! A las mujeres les roban sus alhajas por decirles
pendejadas, por leerles la suerte, y a los hombres les quitan su dinero por
calentarles la mano y decirles dónde van a encontrar tesoros.
Luego supe, o los de mi generación
supimos, que las húngaras eran parientas de los reyes magos. Que venían de
lejos, que sabían magia y que eran como hechiceras buenas. Que adivinaban el
porvenir y la suerte a quien le pagaba con dinero o con alhajas, y supimos que
todo lo descubrían en las cartas, en los surcos de las manos, en la ceniza de
los cigarros y hasta en el asiento del café que nuestras propias madres
preparaban en casa.
Con el tiempo nos enteramos de sus
poderes mayores: daban con el lugar donde se perdían las cosas, descubrían a
los ladrones, sabían si un enamorado sería correspondido por su amante, si el
marido andaba con queridas, o si la esposa engañaba al marido. Sugerían negocios
mágicos para hacer dinero y hasta en cierta ocasión supe ―de
refilón―, que algún familiar nuestro las habría consultado. Para
indagar sobre el asesino del tío Agenor Cruz, el tío mayor, venadeado de madrugada,
de este lado del puente-hamaca.
Pero bueno, lo cierto es que los
antiguos campamentos de húngaros y gitanas evocan, y hoy nos han hecho recordar.
Me han llevado a los sitios de la memoria y la querencia. A mis cinco, ocho y
hasta doce años; cuando los húngaros llegaban al tropel de camioncitos
adornados, altavoces y algazara, y detrás de ellos nosotros, la muchachitada.
Cuando se instalaban en el patio
enorme de la Casa del Pueblo, o en el baldío de frente a San Pedrito, la
iglesia del patrón, el templo de los antiguos campesinos, salineros y caleranos.
© Así recuerdo a los gitanos. Teatro de la Ciudad. Ciudad de México (2014). |
cabellos ensortijados, arracadas que pendían de sus orejas, grandes escotes en pecho o espalda, manos llenas de sortijas y pulseras, vestidos largos, ampulosos y de colores fulgurantes, y bolsas que formaban parte de ellos. Nuestras madres no usaban ese tipo de vestidos, y menos llevaban bolsas. Juzgábamos de niños que en ellas siempre llevaban dulces, juguetes e incluso pequeños demonios.
Creíamos que sus hombres eran malvados. Les recuerdo siempre fumando puros o cigarros de hoja, panzones, corpulentos, con sus cabezas y brazos enormes; a veces güeros, colochos, aunque en ocasiones morenos y afeitados a rape. Sus cejas eran obscuras, cargaban pequeñas áncoras y torzales de oro. Iban y venían con sus camisas bombachas y en ocasiones sin ellas. Los veíamos enormes y malencarados y hasta sabíamos ―por la abuela María Antonia y algunos tíos― que quienes se portaban mal, eran robados por los húngaros.
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