sábado, 10 de diciembre de 2022

HÚNGAROS GITANOS DEL PUEBLO

por Antonio Cruz Coutiño

Ayer fuimos al cine. Vimos la enésima versión de El Hombre Lobo, ahora con Benicio del Toro, Anthony Hopkins y Emily Blunt. Ni buena ni mala, tan sólo para distraerse; para volver a la historia de los licántropos que con la luna llena se transforman. Para recordar la riqueza arquitectónica de algunos palacios, casas señoriales y calles enteras de Londres y sus alrededores, aunque… otra historia cruza el relato de esta leyenda: la presencia inveterada de los gitanos en Chiapas y toda Centroamérica conocidos por “húngaros” cuyo campamento tradicional, antiguo, hizo relampaguear nuestros recuerdos.
 
Memoria estimulada por esas escenas de gitanos prestidigitadores: rasgos físicos y culturales, carromatos, parafernalia, mujeres viejas, vestidos multicolores.
 
Recordé a los húngaros de La Concordia, a los trashumantes que aún vieron estos ojos, durante los sesenta y hasta el año 1972. Sus manteados raídos como carpas de circo, sus fogarones y grandes peroles de estaño, sus enormes raciones de cerdo, sus niñas hermosas rubias, cejas gruesas y pestañas arqueadas, el lenguaje extraño que entre ellos usan, y las películas que proyectaban, a veces a colores, nunca antes vistas.
 
© Así recuerdo a los gitanos. Teatro de la Ciudad. Ciudad de México (2014).
Recuerdo muy bien a las gitanas: cabezas cubiertas con pañoletas de seda y
cabellos ensortijados, arracadas que pendían de sus orejas, grandes escotes en pecho o espalda, manos llenas de sortijas y pulseras, vestidos largos, ampulosos y de colores fulgurantes, y bolsas que formaban parte de ellos. Nuestras madres no usaban ese tipo de vestidos, y menos llevaban bolsas. Juzgábamos de niños que en ellas siempre llevaban dulces, juguetes e incluso pequeños demonios.
 
Creíamos que sus hombres eran malvados. Les recuerdo siempre fumando puros o cigarros de hoja, panzones, corpulentos, con sus cabezas y brazos enormes; a veces güeros, colochos, aunque en ocasiones morenos y afeitados a rape. Sus cejas eran obscuras, cargaban pequeñas áncoras y torzales de oro. Iban y venían con sus camisas bombachas y en ocasiones sin ellas. Los veíamos enormes y malencarados y hasta sabíamos por la abuela María Antonia y algunos tíosque quienes se portaban mal, eran robados por los húngaros.
 
Nos decían que hacía varios años, en ocasión de la visita de los gitanos al vecino pueblo de San Bartolomé, un “niño desobediente y malcriado” había desaparecido. Que buscaron por el pueblo y los alrededores y que, sólo cuando los húngaros habían abandonado la plaza lo supieron todo: que el muchacho había sido sacrificado por ellos, como hacían con los cerdos, y que en fritangas y chicharrones se lo habían comido.
 
Los hombres salían a las calles, a las casas de la orilla, a las rancherías, a las milpas, y llevaban cuerdas, lazos, costales y en ocasiones balanzas de las llamadas romanas. Cambalacheaban de todo: pistolas y puñales por caballos y puercos, utensilios de cobre por maíz y frijoles, sus propias alhajas por cargas de sal y quesos fermentados, baratijas por huevos y cosas de comer, y hasta en una ocasión… yo mismo vi cómo al tío Héctor Coutiño De la Rosa, uno de los ricos del pueblo, los húngaros lo engatusaban con dos dagas relucientes que, a su decir, venían de Marruecos, y un machete extraño, de empuñadura de plata y envuelto en seda, cabeza de águila y doble filo. Ahí supe por primera vez cómo eran las espadas.
 
También recuerdo cómo en ocasiones por las tardes, los húngaros mayores y las gitanas jóvenes y bonitas, incitaban a los chavales y a los señores del pueblo a acercarse; a pasar a los butaques y cueros que extendían sobre el piso, debajo de sus toldos. Los invitaban, les decían que no les tuviesen miedo, que a ver qué tan buenos eran pa’jugar a las apuestas. Que los invitaban a echarse una manita de pókar, conquián o siete y medio. Comenzaban con granos de café, seguían con monedas pequeñas y terminaban con sus únicos billetes.
 
Las húngaras salían también, acompañadas, aunque sólo se quedaban en el pueblo. Visitaban las casas del centro, a las señoras de los finqueros y a las dueñas de tiendas. Frecuentaban a los que construían casas, a los herreros, el taller mecánico y las carpinterías, las cantinas y hasta el cuartel de los militares. Iban elegantes y recién pintadas. Ponían adelante a alguna de sus hijas, coqueteaban a los varones viejos, y les leían las cartas… unas cartas, recuerdo, diferentes a las del pókar, aunque parecidas a las españolas.
 
Por esos años, un día, a propósito de las húngaras galanas, el tío Tránsito De la Rosa, encabronado, nos dijo:
 
¡Je je jey! ¡Cuidado con esas víboras enjustanadas! A las mujeres les roban sus alhajas por decirles pendejadas, por leerles la suerte, y a los hombres les quitan su dinero por calentarles la mano y decirles dónde van a encontrar tesoros.
 
Luego supe, o los de mi generación supimos, que las húngaras eran parientas de los reyes magos. Que venían de lejos, que sabían magia y que eran como hechiceras buenas. Que adivinaban el porvenir y la suerte a quien le pagaba con dinero o con alhajas, y supimos que todo lo descubrían en las cartas, en los surcos de las manos, en la ceniza de los cigarros y hasta en el asiento del café que nuestras propias madres preparaban en casa.
 
Con el tiempo nos enteramos de sus poderes mayores: daban con el lugar donde se perdían las cosas, descubrían a los ladrones, sabían si un enamorado sería correspondido por su amante, si el marido andaba con queridas, o si la esposa engañaba al marido. Sugerían negocios mágicos para hacer dinero y hasta en cierta ocasión supe de refilón, que algún familiar nuestro las habría consultado. Para indagar sobre el asesino del tío Agenor Cruz, el tío mayor, venadeado de madrugada, de este lado del puente-hamaca.
 
Pero bueno, lo cierto es que los antiguos campamentos de húngaros y gitanas evocan, y hoy nos han hecho recordar. Me han llevado a los sitios de la memoria y la querencia. A mis cinco, ocho y hasta doce años; cuando los húngaros llegaban al tropel de camioncitos adornados, altavoces y algazara, y detrás de ellos nosotros, la muchachitada.
 
Cuando se instalaban en el patio enorme de la Casa del Pueblo, o en el baldío de frente a San Pedrito, la iglesia del patrón, el templo de los antiguos campesinos, salineros y caleranos.
 

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