viernes, 4 de julio de 2025

DE PASAPORTES Y COSAS PEORES

A las cansadas y por las manos de un amigo de su padre, llegó al fin el sobre que Augusto anhelaba desde hacía un mes. El paquete, alguna vez amarillo, contenía dos copias certificadas de su partida de nacimiento, un libro olvidado por él en su último viaje y un recado amoroso de su padre anciano, apenas garabateado. Desde hacía días había tomado sus previsiones para cumplir con los requisitos exigidos por la oficina de los pasaportes. Así que tenía el comprobante de pagos por novecientos cincuenta pesos, la tarifa marcada para la cartilla de cinco años. No era la primera vez que hacía esto, pero por si las dudas, se adelantaba. Y acertó.

La primera vez que llegó a la ventanilla del banco se enteró que debía presentar el formato en “original y dos copias”, a la segunda le dijeron que estaban mal rellenados, y a la tercera se los aceptaron cuando a punto estaba de mentarles la madre. Sí, así. De mentarles la madre y en fin… cosas del mundo de los mortales, dijo para sus adentros. Así que esa misma mañana tomó su pequeño expediente, pasó al estudio fotográfico por los retratos reglamentarios que le habían tomado la tarde anterior y, presuroso, llegó a la Oficina Federal de Migración.

Ajá. Perfecto, dijo la uniformada del mostrador, luego de proceder al escrutinio de los papeles.

A ver… No es necesaria la cédula de identidad, solamente anote aquí los números. Y llene lo demás, de acuerdo con la muestra de la pared. Ajá. Pero a su regreso ya no estaba la oficial, sino un tipo alto, grasiento y mal encarado. Para cinco años… Código postal… De los Cuxtepeques… ¿Adónde y a qué viaja, ah? A España, a mis estudios de doctorado, contestó Augusto. Hmmm usted ya tuvo otro pasaporte, ¿no? Así es, le respondió. Dos pasaportes: uno de recién casado, con mi mujer, y otro, personal, que hace dos años feneció. Y ¿dónde están? ¿Cómo que dónde están?, contestó. Esos pasaportes ya son viejos. Ya caducaron. No me jodan. Además, ¿cómo diablos no me advirtieron que debía traerlos? ¡Pues debe traerlos! No vamos a darle un pasaporte nuevo. No será nueva expedición. Vamos a canjearle el último.

¡Qué poca! ¡Cuánta negligencia!, se fue Augusto, refunfuñando. Llegó a su casa y al cabo de algún tiempo regresó. No, no. Este. El de usted y su esposa no vale. Este es el bueno, aunque… ¡Está mutilado! ¿Por qué lo rompió? ¿Dónde tiene el resto, las hojas del visado? ¡Oh, qué la canción!, dijo Augusto, ahora sí alterado y malhablado como siempre.

Decidí conservar solamente esta parte. Nada del otro mundo. Además, tiene dos años de haber perdido su vigencia. ¿Cuál es el problema? No, pues tiene que traernos algún documento para justificar la pérdida, argüía el oficial.

¿Pero cuál pérdida, hombre de Dios? ¿Qué no la ves? Rota, recortada, ¡Pero aquí está! No, pues necesitamos algún documento que justifique el robo, el despojo o su extravío.

Augusto contenía sus nervios con las manos empuñadas y aunque pidió fuese atendido por otro oficial, el nuevo nada más atinó a precisar que, efectivamente, ante “la alteración intencional” del documento debía dar por perdido su pasaporte. Denunciar ante alguna agencia del Ministerio Público Federal la sustracción o el robo del mismo.

Le informó que el emepe —así le llaman al agente del Ministerio Público— estaba junto a la Procu, la Procuraduría General del Estado, sobre el Libramiento Norte. Que ahí denunciara “el caso” y que, en cuanto le hubiesen expedido una copia de la denuncia, regresara. Atragantado, tenso y maldiciendo para sus entrañas la ineficiencia absoluta de los diez o más empleados del mostrador, se marchó a la agencia del Ministerio Público, solamente para que dé allá lo regresaran a las oficinas de la pegeerre ubicadas en el centro y de allí a la Procuraduría y de aquí nuevamente a sus oficinas subalternas, situadas al oriente de la ciudad, por el rumbo de Las Palmas.

Augusto estacionó su viejo Valiant junto al bar de enfrente, ante la mirada perpleja de los agentes de la PGR, todos uniformados de negro. Seguramente ahí solamente se estacionaban ellos. A zancadas atravesó el bulevar y ya estaba en el tugurio de las oficinas de la… preste atención, Delegación Estatal de la Procuraduría General de la República, cuando uno de los uniformados le dijo que debía “registrarse ahí”. Un libro de entradas y salidas, viejo y maloliente. Otro le informó que la Agencia del Ministerio Público era toda la planta alta. Otro más le inquirió sobre “mesa de trámites” que buscaba. Alguien dijo que no. Que el emepe no estaba, pero sí su secretario. Otro que este tampoco, aunque dijo: “ya no tarda en regresar”.

Y ahí estuvo detenido Augusto hasta que un joven de ropa informal le acercó una silla. Tal vez era el mandadero o el mozo del edificio, pero le preguntó sobre su “asunto”, conversó con él y hasta le advirtió luego de sus ires y venires: pero, oiga, don, entonces su denuncia debe “interponerla” en la oficialía de partes. Yo lo llevo. Está aquí na’más, abajo.

El tipo de la oficina en ruinas y sin marbete de identificación estaba echado; veía en el televisor algún programa de dislates, y se rascaba las narices. Bueno, eso digo yo, aunque Augusto seguramente hubiera mencionado alguna otra parte. Tardó en incorporarse, pero al fin le atendió. Augusto aún no terminaba su explicación, y ya el tipo le espetaba que dónde tenía el escrito de su denuncia. No la traigo, pero no hay problema, le reviró. Ahora mismo se la dicto, ahí tiene computadora, impresora, papel… No, no, eso es otra cosa. Orita vengo. Voy con el subdelegado para que le digan la mesa donde debe comparecer.

Augusto, aunque no entendía ni jota, se plantó resignado. El pasillo angosto estaba desierto y observó apenas nada. Todo estaba muerto, apenas dos o tres timbrazos, y a las cansadas regresó el de la oficialía sin nombre. No está el subdelegado para que le explique, indicó irritado el oficial, pero espérelo. Ahí va venir.

Augusto estaba cada vez más impaciente, pero algo se le ocurrió. ¿Y la oficina del delegado? Del subdelegado, dirá usted, intentó acotar el de la oficialía. No. Del delegado estatal. Aquí tiene sus oficinas, ¿no? Si, ahí enfrente, contestó. Pero lo más seguro es que no esté.

Augusto de todos modos pasó al privado de la asistente del funcionario y preguntó por él. Repitió varias veces santo y seña y esperó. Mientras tanto, observó la localización de las Bases Operativas Mixtas, las famosas BOM, sobre un mapa de Chiapas que más que disgustarle le provocó simpatía. Era un mapa viejo, amarillento y roto. No. Usted disculpe, pero está ocupado, dijo a media voz la secretaria, cuando Augusto aún estaba de espaldas. Tiene una reunión, pero, mire, lo va a atender. Entonces… silencio sugirió Augusto a la muchacha, con el índice derecho sobre la boca. Dígale por favor que además de este asunto irrelevante vengo por tráfico, t-r-á-f- i-c-o, tráfico de indocumentados. Es una confidencia, ¡y le atinó! Fue y vino la asistente, le hizo pasar, aunque ahora apareció junto a ella uno de los uniformados de negro.

El tipo que lo recibió en aquella penumbra de papeles, escudos y diplomas, sentado, era todo amabilidad: estamos para servirle, dijo con agrado y buen tino. Para escucharle, profesor. Tome asiento. Bajito, delgado, tez blanca y cabello lacio, así vio Augusto al funcionario; con cincuenta y dos años, según dijo, nacido en el sesenta, al igual que él. Así que —licenciado y seguramente especialista en persecución del crimen— el señor delegado le escuchó. Amplia y con detalles, su narración comenzó con la solicitud de la oficina de los pasaportes.

Luego pasó a la urgencia de contar con un papel que certificara la pérdida de su identificación, y remató con el comportamiento negligente y la indolencia de sus empleados. Desde el inicio Augusto se había disculpado por el ardid, aunque algo llevaba entre manos. El delegado frunció severamente el ceño, aunque las cosas no pasaron a más. Incluso celebró la puntada. Buen tipo, dijo Augusto para sí. Y mientras el delegado pidió por teléfono que le comunicaran con la titular de la oficina de Migración, Augusto no perdió el instante.

Le puso al tanto sobre el más actual de los corredores de indocumentados, el que se inicia en Comalapa, llega a Chicomuselo y atraviesa el embalse de La Angostura; sobre el presumible tráfico humano que efectúan desde Tuxtla los negocios que de noche fletan autobuses hacia Tijuana y Ciudad Juárez, e insistió en la desidia generalizada de los burócratas.

El delegado se defendía como Dios le daba a entender, con argumentos y reportes naturalmente, pero también con cifras y trozos de periódicos, sobre todo cuando Augusto le planteó que en la Universidad, en las calles citadinas y en los pueblos, la gente piensa que, a pesar de la ineficacia general de las instituciones, el sector más atrasado seguía siendo el de la procuración y administración de justicia.
Diferentes pasaportes. Dominio público (2024).


Pasó su mano por la frente, pues sudaba; agotó el agua de su servicio y dijo al final que estaba él, precisamente, para meter el orden necesario. Para componer las cosas. Que ya mejoraban, que ahora mismo despedía a algunos malos elementos. Que el cambio aún no permea a la sociedad. Que la prensa es especialmente difícil en Chiapas, pero que “el ritmo es bueno y la transformación avanza”. Entró por fin la llamada de Migración y Augusto escuchó todo. Acercó sus papeles al delegado, quien le reclamó improcedencias a la funcionaria. Con diplomacia y buenas maneras le dijo que no se valía, que por qué tantos requerimientos a la Procuraduría. Que Migración debía resolver sus propios problemas…, esto y más. Al final seguramente quedaron en paz y decidieron. Mire, amigo, dijo el delegado a Augusto, gracias por sus comentarios. Sus sugerencias valen oro. Valor civil es lo que más falta entre la gente. Pero lo que usted va a hacer ahora es irse al Ministerio Público Estatal, a la Procuraduría del Estado, pues su denuncia corresponde al fuero común. Valla al emepe que corresponda y que le vaya bien. Estamos para servirle.

Se trasladó entonces a lo que después supo era la delegación nororiental de la Procuraduría General del Estado, ubicada en Las Palmas. Una casa habitación convertida en oficinas, descuidada y sucia. Sin los muebles indispensables ni abanicos, y una caja enorme que desparramaba despojos, la oficina del emepe era un muladar. Pase, licenciado, aguántenos tantito, dijo a Augusto el joven relleno de la computadora de enfrente, mientras tomaba la declaración de la señora con el niño en brazos. Con toda seguridad lo había confundido con alguno de sus asiduos clientes, “facilitadores” o “abogados”. La sala estaba repleta, casi todos de pie.

Augusto vio gente de todos los tipos. Con botines y zapatillas algunas mujeres, con huaraches otros, mocasines. Unos iban y venían, dos o tres aguantaban en las sillas desvencijadas, un muchacho transcribía la declaración de aquel señor de edad, y el policía de guardia sesteaba sobre un taburete, remedo de escritorio. Dos o tres presumibles licenciados, responsables quizás de las agencias ministeriales, de las “mesas de trámites” o de las pesquisas y averiguaciones, de cuando en cuando salían como de sus madrigueras, del despacho del fondo o de la planta alta.

Fumaban, conversaban entre ellos, con sus clientes, sin saber Augusto si se trataba de aboga- dos, tratantes, defensores, leguleyos o huisacheros.

Observó, en el caso del joven ayudante del secretario, cómo dejó lo que estaba haciendo al acercarse un tipo de lentes oscuros, bien vestido, carpeta en mano. Le habló por su nombre y algo le dijo en voz baja. Subió el ayudante a la planta alta, regresó con algunos papeles, se los entregó al de los lentes y al despedirse… Gracias, amigo. Mañana o pasado estoy por acá. Salúdame al licenciado. Todo había sucedido en un abrir y cerrar de ojos.

Cuando el presunto abogado despidió de mano al vicesecretario, Augusto vio cómo el billete retorcido, café o verde, pasaba de una a otra mano con habilidades de prestidigitador, e imperturbable el ayudante se lo embolsaba.

Ya orita, licenciado. Ya solamente faltan los sellos y las firmas de est’acta. El que termine primero lo va’tender. El escribano hacía referencia a su trabajo como secretario de alguno de los agentes del Ministerio Público y al de su propio auxiliar, cuando a punto estaban de terminar la impresión de aquellas actas kilométricas. Augusto pensó entonces en lo que declararía; en la mentira que debía construir a partir de la solicitud y de la insinuación del personal del servicio exterior.

Diría que hace una semana exactamente, cuando descansaba y leía a Milan Kundera sobre una de las bancas del parque de El Retiro, alguien, sin darse cuenta, se había llevado el fólder que cargaba; el mismo que contenía su pasaporte, varias fotocopias y otros documentos. Tendría que mostrar seriedad, no titubear, no ponerse nervioso, identificarse como mejor pudiera y, en especial, parecer convincente y apurado, y así lo hizo.

Usted disculpe, pero ya ve usted cuánta gente. No nos damos abasto. ¿En qué le podemos servir? ¿Usted trabajó en Derechos Humanos, verdad? ¿Qu’es lo que va’sté a denunciar, pué? Ah… Su pasaporte. Lo perdio’sté, ¿ah? Sí. Es sencillo. Robo o extravío. Usted no se preocupe, aquí atendemos esos casos. Son de puro trámite, luego los mandamos al archivo o les damos el recurso de alzada. Pero es rápido. Ya hasta tenemos un machote. Acto seguido, el tipo insertó el papel continuo en la impresora, tomó el teclado, escribió, escribió y escribió.

Augusto aportó los datos que había elucubrado uno por uno, e incluso, a pregunta expresa, adicionó fecha y hora exactas. Listo, licenciado.

Acta administrativa número 1412/CAJ/04/2004. Estando en audiencia pública el ciudadano Estanislao José Vázquez Estrada, agente del ministerio público adscrito a la delegación de la Procuraduría de Justicia del Estado de Chiapas, zona oriente, Las Palmas, asistido por su secretario Antonio De la Paz Ache, se procede a tomar comparecencia personal al ciudadano Augusto N., quien viene a manifestar hechos que probablemente encuadren y puedan ser constitutivos de delito. Bien enterado de las penas en que incurren los falsos, por sus generales el compareciente manifiesta ser de cuarenta y cuatro años, casado, originario de Los Cuxtepeques, estado de Chiapas, avecindado en esta ciudad, con domicilio en… bla, bla, bla.

El secretario explicó que el documento se formaba de antecedentes, considerandos, resultandos, petición respetuosa, etcétera, y que en la parte sustantiva había agregado a la declaración de Augusto algo de su cosecha: las circunstancias adicionales del caso:

…y resulta que al retirarme del sitio multicitado, observé que ya no contaba con el fólder de mis documentos, por lo que empecé a buscarlo, aunque al cabo de una hora me percaté que no lo podría encontrar. Y el temor de mi persona es que se le pueda dar mal uso a mis documentos, motivo por el cual presento mi denuncia, a efecto de deslindarme de cualquier responsabilidad presente o futura, relacionada con el mal uso que se le pueda dar al susodicho pasaporte y a mis documentos personales.

Firme usted aquí y póngale su rúbrica a cada una de las hojas. Sí, aquí. Al margen. El secretario pasó el acta a su ayudante; unas diez u once hojas. Las llevó a la planta alta para su firma, regresó con ellas, selló y reselló todo; luego llamó a Augusto. Oiga, licenciado, ¿pero usted va a querer una copia certificada, no? Claro que sí, una copia. Pues entonces va’sté a tener que ir a pagar sus derechos a Hacienda. ¿A Hacienda? ¿A hacer otra cola?, contestó Augusto. ¡Bárbaros! Mira qué horas son. Ya se me fue el día. Bueno…, podríamos ayudarle, licenciado. Pague usted aquí mismo sus derechos y le entregamos su copia. Hmmm. Ya, ya. ¿Y como cuánto habría qué pagar? Doscientos pesos. Lo mismo que le cobrarían allá. Y… habría que pagar ahorita… No. Toavía la voy a requisitar, pero no me tardo. Orita le va’llamar el secretario.

Minutos más tarde, efectivamente, el secretario con un fólder en la mano se le acercó. Ahora sí, ¡Listo, licenciado! Aquí está su copia certificada. Acompáñeme, por favor.

Y se lo llevó al cubículo de junto, donde Augusto llegó a creer que estaba el despacho del verdadero agente del Ministerio Público, pues todos los que recibían algún documento eran citados ahí, aunque… ¡Risible equivocación! Ahí no había nada, salvo archiveros, expedientes amontonados, cajas de papeles y un escritorio viejo.

Aquí, licenciado. Ya ve usted…, es para no hacer olas. Por si las moscas. Ver para creer, pensó Augusto. Abrió su cartera y alargó los billetes. Augusto agradeció abiertamente al secretario, pero más agradeció por dentro la oportunidad de verificar lo que ya sabía desde hace tiempo.

Atravesó, ahora sí toda la ciudad con la copia del acta administrativa en la mano y, por fin, cuando eran las tres de la tarde volvió a las oficinas de Migración. Augusto ahora sí, rellenaba los formatos que le dispusieron los del mostrador, mientras el oficial malencarado apenas si revisaba la copia del documento apócrifo. Revisó todo lo demás y por fin le extendió una cita.

Preséntese aquí dentro de cuatro o cinco días hábiles. Para esa fecha ya tendremos checados sus antecedentes. Venga planchado, pues aquí le tomaremos la foto.



Otras crónicas en cronicasdefronter.blogspot.mx
Permitimos divulgación, siempre que se mencione la fuente.

No hay comentarios.: