viernes, 18 de abril de 2025

EL JUDAS DE SEMANA SANTA

Luego del Domingo de Ramos y los días de silencio, recogimiento y vigilia —imágenes de santos cubiertas con lienzos morados. Sonido de matracas en vez de campanas. Billares y cantinas cerradas— venía al fin, el Sábado Santo o sábado de gloria y el domingo de pascua o Domingo de Resurrección. El sábado por la tarde sucedían los recorridos o paseos festivos del Judas o El Judío, con músicos y danzantes, tras el viernes de la Pasión y el Viacrucis, tras el miércoles y el Jueves Santo de todos los pueblos católicos de Occidente. En algunos se daba lectura en las esquinas, al “testamento del Judío” y en todos, invariablemente, al caer la noche, se le prendía fuego al monigote. Bienvenidas las llamaradas de la quema del Judas.

Hechura de espantajos ahorcados, recorridos festivos, quema de judíos… todas, tradiciones de muy atrás. De la época de los judas monigotes del Medioevo, relacionados con el pasaje bíblico del traidor más famoso de la historia. O del tiempo de los muñecos que representaban a los apóstatas renegados de la fe católica, que durante la oscuridad del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición fueron quemados para amedrentar a propios y extraños. Sin embargo, la tradición se implantó en Latinoamérica sólo en tanto que representación final de los eventos dolorosos de la Semana Mayor: acto de contrición, purificación, fuego y muerte al pecado; compensación socio-psicológica, acto de desagravio, eliminación de las malas vibras…

Por fin llegaba el final de la Semana Santa y ¡Al carajo con las prohibiciones! De nuevo a la carne, al jolgorio y al vicio. A darle vuelo a la imaginación… tanto, que se constituyó en la mejor ocasión para ridiculizar a los encumbrados y poderosos, vengar las afrentas y deslealtades de los caciques y gobernantes; gracejadas, algarabía y fiesta. Y claro que en La Concordia (ombligo del mundo, sucursal del cielo), en los Cuxtepeques o en La Frailesca, también ocurría algo de esto y aún ocurre, aunque desafortunadamente en versiones light, muy atemperadas, disminuidas.

Hoy los judíos son tan sólo costales: camisas de mangas largas atadas a pantalones raídos, ambos rellenos de papel, estopa o trapos viejos. Sus fabricantes los cuelgan a árboles, postes y techos altos, aunque… antes, mucho antes, incluso en los años sesenta del siglo pasado, esto era otro rollo: aunque su elaboración comenzaba días antes, por la tarde del Domingo de Ramos, el judío era colgado o ahorcado sobre la fachada de las parroquias, las iglesias medianas o las ermitas. Ahí se quedaban los judíos, para la mofa de todos, hasta el Sábado de Gloria.

Se elaboraban sobre una estructura —listones de madera, palos o ramas— cubierta de paja e hilachos viejos, mientras su rostro y manos se fabricaban con papel maché. El judío podía representar a alguien, incluso al cura del pueblo, pero nunca al demonio. Iba provisto de pantalón y camisa, cinturón, sombrero, zapatos o huaraches y paliacate al cuello. Todo era viejo o inservible, y en ocasiones se le metía dentro del cuerpo, paquetes de triques, petardos o cuetes.

© ¡Arde Judas, arde! Tuxtla Gutiérrez, Chiapas (2000).



El sábado, a medio día, se le descolgaba. Era montado a un burro o becerro, jalado por dos jóvenes fuertes. Alguien sostenía al judío sobre el animal —a como diera lugar— y le acompañaba un gigante: un joven provisto de zancos, máscara de cartón o papel maché, todo cubierto de ropas amplias y largas. Al séquito se sumaban los que recogían las pequeñas aportaciones de los vecinos (monedas, pomos de licor, tragos de mistela, cajetillas de cigarros y cigarrillos sueltos), los quema-triques y la marabunta de niños, niñas y adolescentes, quienes con gritos, vivas y porras hacían más grande la bulla.

En las esquinas del pueblo, o frente a la casa de las “personas visibles”, el paseo del judío descansaba. Se recogían las cooperaciones, y mientras tanto el gigante leía a voz en cuello el Testamento del Judas, previamente escrito por algún sabio meticuloso o alguno de los varios escribanos anónimos del pueblo.

¿Qué dice el testamento del judío? —se escuchó un grito entre la algazara.

¿Qué le dejó al tío Arsenio, el mismísimo Judas? —gritó alguien, más fuerte.

¡Testamento! ¡Testamento! ¡Testamento! —gritaban todos.

Ay Arsenio Albores, Arsenio malo, cabrón,

ahí te dejo pa’la herencia.

Te dejo billetes pa’la querencia,

mi caballo bayo, mi santo trago, mi calzón.

 

Ahí te recomiendo a la niña Josefa.

A ella le dejo todo mi ajuar.

También mis tiliches. No se vale robar.

Te heredo, Arsenio, mi sombrero, mi reputación,

mi calzoncillo y mi cinturón chingón.

Y así se iban de tanto en tanto, hasta que al pardear la tarde —en los primeros tiempos junto a la plaza, aunque luego en alguna de las calles de la orilla— el conjunto se detenía. Los organizadores hacían cuentas, pagaban deudas y reembolsos y, si algo sobraba, se repartía entre las niñas y niños presentes. Acto seguido bajaban a empellones al judío; entre los vecinos se conseguía leña, basura y broza, y entonces sí… ¡A quemar al Judas! Una hoguera grande se encendía, se multiplicaba la quema de petardos, tiraban al Judas en medio de las llamas, chisporroteaban los cuetes que llevaba dentro y todito se retorcía.

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