martes, 1 de agosto de 2023

TUXTLA GUTIÉRREZ, CERRO HUECO Y EL ZAPOTAL

XLV Congreso de la ANCCM

Asociación Nacional de Cronistas de Comunidades y Ciudades Mexicanas

Ciudad de Toluca, estado de México. 19 al 23 de julio de 2023

Mesa cinco. Barrios tradicionales, pueblos indígenas y originarios

 

Tuxtla Gutiérrez, Cerro Hueco y El Zapotal

por Antonio Cruz Coutiño[*]

A mis cuncas de la MEC y del DER de la UNACH


A mis doce años, apenas en 1972, justo al terminar la Primaria, conocí Tuxtla Gutiérrez, entonces pequeña e incipiente capital de Chiapas, con alrededor de 67,000 mil habitantes[†]. Mis padres me inscribieron al Seminario Diocesano, y me dejaron internado, pues deseaban que fuese cura. Aunque muy pronto, siempre que me las ingeniaba, fui conociendo la ciudad. Me gustaron sus calles, mercados e iglesias, y la recorría a través de los veinteros ―los buses del transporte público―, aunque tuviese que pagar nuevamente para regresar a casa.

Y claro que, además, me apropié de su geografía, de sus paisajes y de sus montañas circundantes. De modo que también la conocí a pie, acompañado de algún otro seminarista demonio, o con compañeros del Colegio La Salle, a donde nos enviaban quienes estudiábamos la Secundaria.

Por esa razón, muy pronto me familiaricé con la Tuxtla de esos años. Desde El Retiro, por ejemplo, descubrimos un camino que paralelo al río Sabinal nos condujo hacia el Poniente, rumbo del rastro, junto al antiguo barrio Cantarranas. Desde el viejo Parque Madero, detrás del zoológico entonces área despoblada, encontramos una vereda que por la banda norte nos llevó al templo del Niño de Atocha. Aunque no recuerdo si el anfiteatro natural de la Flor del Sospó ya era formalmente el campo de futbol que aún hoy persiste.

Con el mejor profesor de biología que alguna vez tuvimos, desde detrás del Retiro, un día muy de mañana tomamos el camino agrario que atravesaba todo lo que hoy es el área del Polyforum, el Libramiento Norte Oriente y Patria Nueva. Nos desviamos hacia el río Sabinal, en donde se encajona, llegamos a su desembocadura al Grijalva, continuamos por su margen izquierda[‡], concluimos en el puente de Chiapa y regresamos en autobús por la tarde, pues terminamos exhaustos.

Con él también hicimos un viaje a las Pozas de Berriozábal, mitad en bus y mitad a pie. Y con otros desalmados ―entre caminando y corriendo―, en una ocasión atravesamos Tuxtla, la encañada de La Chacona, la carretera que apenas acababan de construir hacia Chicoasén, y llegamos a San Fernando.

Y estos son los antecedentes de la verdadera historia que deseo contar: mi enamoramiento de la ciudad desde entonces, y nuestro conocimiento viejo, constante y renovado de sus varios rumbos: el área extensa y arbolada detrás del Fraccionamiento Maya, los campos detrás de La Pimienta, el barrio Juy Juy y las antiguas canchas de tenis, el área alrededor de Niño de Atocha, el arroyo y las pozas de La Chacona hacia el Norponiente, y la antigua finca Juan Crispín: selva de concreto y vialidades áridas del actual Plan de Ayala. Igual que el antiguo municipio de Terán y el rumbo de San José, junto al actual aeropuerto militar, y las viejas, hermosas ceibas de la antigua finca La Trinidad, en la salida occidental de Tuxtla.

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Del lado oriente-sur, sin embargo, se encuentra la zona que más conocí desde los setenta, a partir del arroyo que bajaba detrás del Colegio La Salle, y hoy todo apestoso aún atraviesa el Mercado San Juan; serpentea por la Colonia Moderna y viene de Cerro Hueco. En donde en ese tiempo y aún ahora le llaman Arroyo Grande. Muy pronto, probablemente en 1973, encontramos algún camino que, subiendo desde el Colegio, nos acercó al arroyo mencionado. Aunque aún no había prolongación de Novena Sur.

Más adelante descubrimos que máquinas enormes construían el Libramiento de la ciudad. Lo atravesamos, y es probable que hayamos tomado el camino que actualmente es la calle Rebombeo, y más arriba hayamos incursionado por la actual urbanización Paseos del Bosque, ya en plena ribera de Cerro Hueco, hacia el oriente. Rumbo hacia el que no avanzamos perfecto lo recuerdo―, sino hacia el sur-occidente, pues lo que buscábamos era el Bosque del Zapotal, que imaginábamos una selva incógnita.

Queríamos conocerla y efectivamente la encontramos.

Luego, con el tiempo, conocí y comprendí todo el entramado de calzadas anchas, angostas y apenas senderos y atajos de toda el área. Incluyendo la carretera de terracería a Copoya y El Jobo, y el antiguo camino empedrado que desde el actual barrio Las Canoítas (rumbo poniente-sur), bordeaba la Loma Larga, estribación de la montaña sagrada zoque, que, no debe confundirse con la Loma Larga del lado nororiental. La vía atravesaba la famosa finca El Cocal, llega aún hoy a la cima del cerro Mactumatzá y concluye en Copoya.

Durante mi etapa del Seminario, incluso, probablemente en tercero de Secundaria, año setenta y cuatro, visité por primera vez, uno de los caminos formales más conocidos de Cerro Hueco: la Calzada de la Santa Cruz. Nos invitó a su casa, ubicada sobre esa calle, la familia cerrohuecana de Hernán Mancilla Morales ese compa sí, presbítero hasta la fecha, quien apenas iniciaba su noviciado y estudios.

Desde El Retiro caminamos a la Bienestar Social. Ahí tomamos el “urbano” hacia el Mercado Nuevo. Cerca tomamos el autobús que iba a Cerro Hueco, salimos de la ciudad por el Hospital Regional, continuamos por la carretera a Copoya, y el autobús continuó por el nuevo Libramiento hacia la izquierda, para luego desviarse a la derecha, por la carretera de Cerro Hueco. Pasó por en medio del bosque del Zapotal, y llegó a la desviación del Penal recién restituido, en donde se bajó la mayor parte del pasaje. Continuamos ahora hacia el norte y hacia abajo, hasta que Hernán gritó: ¡Aquí bajaan! Justo en el crucero de la Santa Cruz, en donde hoy se encuentra la escuela primaria Lázaro Cárdenas.

Deduzco que el autobús continuaba hacia el puente del Arroyo Grande, construido desde finales de los años treinta, y que su destino final era la Agencia Municipal de Cerro Hueco, punto desde el cual el transporte retornaba a la ciudad.

Tras ese viaje, otras veces fuimos al Zapotal: por el arroyo que en medio aún corre en tiempo de aguas, por sus chicozapotes, zapotes negros, papausas y chincuyas, y por la alberca gigante que aún se mantiene en pie, y en ese tiempo flanqueaba a la izquierda, la entrada del Penal de Cerro Hueco.

© Resabios del antiguo Arroyo Grande. Cerro Hueco, TGZ.

Luego supe que el arroyo se inicia en la boca misma de la gruta del nombre tantas veces mencionado, a cien metros de la piscina, hacia el suroeste, en donde aún hoy hay un hermoso remanso. Sabemos igual, que de él se alimenta el barrio, que la mayor parte de este borbotón hídrico abasteció a Tuxtla hasta los años sesenta, y que aún hoy, una buena parte del área consume esa agua entubada. Que ahora su volumen escasea durante el tiempo de secas, debido a la total deforestación de toda la Mesa de Copoya, desde el Mactumatzá.

Incluso por esos años, hicimos una caminata de campo-traviesa, sin equipaje es cierto, aunque sí con resorteras, sombreros, almuerzo y agua. Partimos del Retiro, atravesamos la ribera, la ranchería referida, y por un camino más corto llegamos derecho a la alberca. Subimos hacia la Mesa de Copoya entonces un montañal, atravesamos El Jobo, seguimos por la carretera que va a Suchiapa y, justo en donde ahora termina la urbanización del lugar, nos internamos por un camino a la derecha, rumbo hacia el suroeste. Y, por increíble que parezca, llegamos a Pacú; a la Ranchería Pacú, ya en el municipio de Suchiapa. Pero esa es otra historia.

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Después, mucho tiempo después, en los años noventa volví a frecuentar el área, luego de haberme establecido en el ochenta y tres, muy cerca del panteón municipal, barrio de San Roque. Salía a caminar o a hacer ciclismo hacia el rumbo, razón por la que de poco a poco identifiqué el antiguo camino, o quizás carretera, que desde tiempo inmemorial siempre comunicó a Tuxtla con el área y aún más allá. Y expreso “quizá carretera”, pues es probable que en esa vía hayan transitado carretas jaladas por bueyes. Además de transeúntes, cargadores, acémilas y cabalgaduras.

El camino iniciaba al costado sur de la plaza de San Roque, hoy Cuarta Avenida Sur. Pasaba el vado del Sanroquepak o arroyo de San Roque, se desviaba en la esquina de la actual Primaria Boca Negra callejón de la Sexta Oriente―, atravesaba el actual crucero de la refaccionaria Chapital, continuaba hacia el suroriente, bordeaba lo que aún hoy queda de la antigua Plaza de Toros, y justo en frente de la Piedra Bola el camino se bifurcaba. A la izquierda se extendía un camino de milpas, hacia el este, hacia el rumbo actual del mercado San Juan y La Salle, y a la derecha seguía la vía de Cerro Hueco, vértice en donde siempre hubo una cruz de madera provista de pedestal, misma que hasta hace diez o veinte años existía (y debería reponerse).

El camino continuaba hacia arriba, girando hacia el sur, en donde con el tiempo, a la izquierda formaron el fraccionamiento Maldonado. La vía sigue en línea recta, algo más adelante voltea a la izquierda, justo antes del arroyo que hoy causa más averías que antes ―debido a las tonterías de la urbanización―, y luego la calle que igualmente se divide en dos: a la izquierda continúa el camino real de Cerro Hueco, y a la derecha el tramo que seguramente concluía en la casa grande de la antigua finca San Juan Sabinito, posteriormente incorporada al ejido Madero.

La vía que seguimos, naturalmente, antes de la fundación del “nuevo centro de población ejidal”, seguía el trazo que hasta hoy mantiene. Pasaba por detrás del altozano en donde se funda el pueblo Francisco I. Madero ―creo es al día de hoy la Avenida Velasco Suárez―, cruzaba el actual Libramiento Sur, y ahí iniciaba el ascenso de la estribación oriental de la Mesa de Copoya. Derivación sobre la que se ubica la ranchería de Cerro Hueco, de evidente ascendencia zoque, al igual que todos los rumbos mencionados al principio.

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Toda esa vía o camino real ―sobre todo desde este punto― es la calzada de la Santa Cruz referida. Aunque a partir de su transformación urbana, hoy la llaman calzada de los Trabajadores. Más arriba y adelante hay una cuádruple desviación: las dos calles de la izquierda responden a urbanizaciones recientes, mientras la central y más derecha es la verdadera y más antigua ruta de la ranchería Cerro Hueco y tierras adyacentes. La vía que tuerce abruptamente hacia la derecha y hacia arriba, es el camino que conducía a los cascos de las famosas y antiguas fincas El Zapotal y Cerro Hueco; tramo empedrado que siguen llamando Santa Cruz.

De modo que el camino real continuaba y aún continúa, hoy con el nombre de Avenida Santana Sánchez. Bordea la barriada Paseos del Bosque, atraviesa el vado del Arroyo Grande, sube otra estribación de la montaña, y hoy cruza la carretera que viene del noreste, de los Moteles Mónaco. Camino construido a raíz de la edificación del Penal de Cerro Hueco a finales de los años setenta. Y conecta finalmente con la Agencia Municipal de Cerro Hueco, plaza en donde hay ahora: kínder, área ajardinada, cancha deportiva, biblioteca y oficina formal.

Pero la calzada no termina aquí, pues desde la Agencia Municipal la carretera sigue el camino antiguo que enlaza a la vieja finca Santa Rita, hoy una ranchería distante siete kilómetros, y aquí inicia formalmente la Ribera del Cebollal de renombre antiguo. Muy pronto dos sitios conocidos se observan: a la izquierda el predio La Milpona y a la derecha El Maluco, una finca longeva y productiva, antiguamente provista de bosques extensos. Más allá, a partir de la curva pronunciada que atraviesa la Loma de la Crucecita, a la izquierda, el área toma el nombre de Ribera Tziqueté. La carretera continúa y al fin llega a Santa Rita, en donde aún persisten los restos de la represa que proveía riego a sus tierras.

Y sin embargo la vía continúa, pues recuerdo que hace veinte años, montado en un viejo todoterreno, llegamos hasta ahí. Pedimos permiso para incursionar, abrimos la tranca que cortaba el camino y continuamos. Ahora sí, por esa vereda, que nos permitió más adelante, pasar frente a una antigua y hermosa casa ―bastante deteriorada, sin embargo―, provista de plataforma, portal, columnas y techo de tejas; seguramente la casa grande de alguna vieja finca próspera. Avanzamos algo más hacia el oriente, y entonces decidimos torcer a la izquierda, hacia el norte, hasta que encontramos un sendero algo menos que intransitable, que nos sacó a la carretera de La Angostura, junto a la ribera las Flechas.

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Pero ahora volvamos; ubiquémonos de nuevo en Cerro Hueco: entre la vieja alberca, hoy aún en funcionamiento, y la entrada posterior del actual Museo de Ciencias. En donde antes estuvo el Penal de Cerro Hueco de memoria infame, y anteriormente la Normal Rural del Estado, precursora de la Normal Mactumatzá. Antes hubo ahí un cuartel militar del Ejército Mexicano, aunque originalmente fue la casa grande de la antigua finca Cerro Hueco.

Pues bien, desde este punto, un camino intrincado sobre la montaña, abrupto por la gran pendiente, hacia el sur, lleva hacia una bifurcación rocosa, llena de vegetación: a la izquierda rumbo sureste, a las tierras de La Planada y San Joaquín, secciones del ejido Madero, y hacia la derecha, rumbo suroeste, a La Roblada, pequeña, aunque hermosa floresta de encinos; reminiscencia de los bosques que seguramente cubrieron toda la Mesa de Copoya hasta el Mactumatzá.

Un tanto más adelante se encuentra la urbanización del Jobo, que a pasos agigantados arrasa y engulle todo.

Así que la estructura actual de las carreteras, calles, avenidas, fraccionamientos y demás urbanizaciones del rumbo, todas responden a la antigua traza rural de esta área extensa, en donde hoy son plenamente identificables: la Maldonado, la Caminera, San Juan Sabinito, colonia Madero, Parque Patricia, Santa Cruz, Rebombeo, Arroyo Grande, Paseos del Bosque, ZOOMAT ―el zoológico de don Miguel Álvarez del Toro―, el Zapotal, Cerro Hueco, el Taray, el actual Museo de Ciencias, y la Ribera del Cebollal.

Unidad territorial, agraria, productiva; antiguamente arbolada y boscosa, provista de múltiples manantiales, acequias y arroyos; unidad sobre la cual antaño se establecieron algunas familias zoques. Pues la identidad biocultural, o si se quiere bio-geográfica o socio-ecológica del área ―identidad de la gente asociada al espacio geográfico―, sigue siendo hoy, relativamente, la misma desde tiempo inmemorial. Deferencia arraigada al lugar, a la tierra, al patrón de apropiación del suelo, del agua y del paisaje. Identidad es cierto, impactada negativamente desde los años ochenta del siglo pasado, ante la presión demográfica y urbana.

Ante el crecimiento desmesurado y aberrante de la ciudad. Desarrollo urbano ausente de gobierno y planificación.

Razón por la que aún hoy es posible observar múltiples rasgos de su identidad sociocultural. Entre ellos los de la distribución de su espacio y arquitectura:

a) Predios grandes con una sola entrada, patio central más o menos extenso, y en su interior varias viviendas, todas de descendientes de una sola familia. b) Propiedades caracterizadas por una calle interior privada, central, y a sus lados, predios diferenciados, aunque de una misma familia grande, monoparental. c) Casas viejas y modernas, ello es: de adobes, o de bajaré y tejas, o de ladrillos, o de blocks y losas de concreto, provistas en su mayoría de corredores exteriores con pretiles o muretes bajos, adosados a ellos. Y d) Predios unifamiliares o multifamiliares provistos de pozos “artesianos” y pequeños huertos.

Son observables incluso, rasgos típicamente mesoamericanos, relacionados con las antiguas milpas, en donde solía cultivarse, además de maíz, frijol y calabaza: chipilín, timpinchile, puxinú, y tomatillos rojos y verdes. Ello es: viviendas que en su alrededor cuentan con una especie de jardín-herbario, en donde igual hay rosas, jazmines, gardenias, tulipanes, gusanitos, nochebuenas, y en general flores hermosas. Igual que diversas hierbas alimenticias o medicinales. Entre ellas: bledo, yerbamora, epazote, yerbabuena, orozuz, romero, achiote, albahaca, hinojo, maravilla, ruda, sanalotodo, te de limón o verbena.

Antes tuvieron pequeños corrales donde criaban pollos y gallinas, patos, guajolotes y gansos, y se escucha que, en tiempo anterior, engordaron cochis o puercos; cuando las familias y sus parcelas producían buenas cantidades de maíz.

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Se ven aún, por otra parte, casas rodeadas de árboles, en ocasiones con cocina y retrete separados, provistas, algo más allá del jardín, de plantas grandes y arbustos útiles: árnicas, cañecristos, yerbasantas, chayas, yucas, y hasta alguna enramada de chayotes. Y más allá, en algunos casos, eso que llaman “patio” o “traspatio”, en donde son infaltables estos frutales: mango, capulín, chicozapote, guanábana, jocote, guineo y otros plátanos; limón y demás cítricos, madrecacao o flor de cuchunuc, tamarindo, zapote negro y un largo etcétera.  

Y claro que de estas prácticas deriva la tradición hoy cada vez menos visible: la de las canasteras que, de antiguo, precisamente de estas “riberas”, llegaban a las calles de la ciudad y a los mercados, a vender los productos de sus milpas, jardines y huertas: calabacitas, chayotes, frijol patashete, moní, cizín o nucú, e incluso “huevos de rancho”. Al igual que otros productos artesanales y semielaborados: pozol, tortillas “hechas a mano”, tostadas, memelitas, pinol, tascalate, pulpa de tamarindo, tamales y dulces de temporada.

Ahora recuerdo, por ejemplo, los tamales propios del área y de Tuxtla en general: picte o pachito, toropinto, de mumo o yerbasanta, de chipilín, de flor de cuchunuc, de nacapitu, y de hoja de milpa. Lo mismo que viene a nuestra memoria la ocasión en que, subiendo a la montaña, antes de la antigua entrada del ZOOMAT, hacia el sur ―rumbo del Jobo―, por alguna vereda, en el mes de julio, descubrimos un nangañal[§]. Bosquecillo debajo del que surgían, entre las hojas podridas y secas del terreno, las famosas orejas del moní: los hongos exquisitos de la ancestral culinaria tuxtleca. Y pienso ahora en los dulces de puxinú y de coyol[**], típicos de Tuxtla, y en su ponsoquí, el pan antropomorfo que se fabrica, vende y consume, especialmente en los días del Todosanto.

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Y bien, creo debo ir parando pues, naturalmente, la historia, la geografía, la contemporaneidad actual y la identidad sociocultural del Zapotal, Cerro Hueco y su gente, no acaba aquí. Aunque sí este esfuerzo intelectual, memorioso y placentero.

Hace falta evidenciar, por ejemplo: a) Su organicidad socio-geográfica, b) Sus rasgos peculiares topográficos ―aunque en especial geológicos, vinculados a las fallas y deslizamientos terrestres de todos conocidos―, c) Algunas prácticas aún vigentes asociadas a la conservación del bosque y la vegetación, d) Las razones socioculturales más profundas de su arraigado y sólido entramado familiar, e) La incorporación de varias familias a la llamada Mayordomía Zoque de Tuxtla, antigua supra-organización sociocultural de la ciudad.

Y varios atributos puntuales que se me escapan: los techos de dos aguas de sus casas, su estructura interior y mobiliario; sus fiestas familiares, barriales y de conjunto; su religiosidad popular, sus tradiciones más bien domésticas e íntimas―vicisitudes e indagaciones típicas de antropólogos y etnógrafos―, y sus prácticas alimentarias específicas, sus creencias, mitos y leyendas.

Atributos y tradiciones, sin embargo, no exclusivas ni excluyentes del área territorial enfocada, sino en general, hoy mismo, propias, relativamente, de los barrios más persistentes y arraigados; o de ascendencia étnica más antigua, auténtica y en cierto modo “conservadora”. Nos referimos a San Roque, Santa Cecilia, el Hospital y San Francisco. A San Jacinto y la Pimienta. Al Magueyito, Juy Juy y Niño de Atocha. A San Pascualito, el Cerrito y las Canoitas. Al antiguo municipio de Terán, San José y el actual Plan de Ayala.

Y cerramos ya, con un par de leyendas del rumbo. La del Sombrerón, cuyo personaje ―cuentan―, habita o habitaba el interior de la gruta de Cerro Hueco. Quien, desde las tardes, aunque sobre todo por las noches, se paseaba por sus alrededores: la alberca, la entrada del Museo de Ciencias, la salida posterior del ZOOMAT y el rumbo de la Agencia Municipal. Montado en su cuaco azabache, él mismo vestido de negro, aunque con botonaduras, espuelas y guarniciones de plata. Siempre con su charro de fieltro negro, igual que el de los antiguos caporales.  

Y la historia de la Tía Gume, la viejecita que siempre tuvo su casa de adobes y corredor externo sobre el camino real de Cerro Hueco, arriba y a cien metros de la actual Primaria Lázaro Cárdenas. Quien una o dos veces a la semana, bajaba a lavar la ropa de sus hijos, al manantial del Aguaje. Aprovechaba las piedronas y los arbolitos de tziqueté del rededor, para blanquear y secar sus trapos; conversaba con las lagartijas, turipaches, chachalacas, urracas y zenzontles que por ahí sesteaban, hasta que, por su edad, o por alguna otra razón murió.

Aunque cuentan que, tras su defunción, después de su primer “cabo de año”, volvió a aparecerse igual, cada semana en el Aguaje. Siempre con sus piernas hasta las rodillas, metida en el manantial; siempre con sus chichis de fuera, y siempre plática y plática con los animalitos del bosque. Que la veían o la escuchaban los campesinos al regresar de sus milpas, rumbo a la Madero y a San Juan Sabinito. Que no espantaba ni daba miedo, y que, si se acercaban a ella por cualquier cosa, incluso amable les daba su bendición.

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Permitimos divulgación, siempre que se mencione la fuente.

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[*] El autor, cronista Ad Honorem de Los Cuxtepeques, y de la vida cotidiana de Chiapas, es sociólogo, maestro en estudios regionales y doctor en Humanidades. Estudia la identidad sociocultural del estado, desde su oralidad, habla popular, mitología y tradiciones. Es miembro de algunas sociedades académicas. Tiene en su haber varios libros publicados en esa línea. cruzcoutino@gmail.com https://cronicasdefronter.blogspot.com/

[†] Esto de acuerdo con el gran Clodoveo Malo Balboa: “Dinámica del crecimiento demográfico de Tuxtla”, en Cuadernos de Arquitectura y Urbanismo. Núm 3. Octubre, 1977. pp. 19-38.

[‡] Nos referimos a la margen sur o meridional del río Grande, carente en ese tiempo de un camino paralelo, por lo que la caminata fue más complicada de lo que se había previsto.

[§] De nangaño, voz de origen zoque. Planta arbustiva. Gymnopodium floribundum var. antigonoides de las poligonáceas. De hasta ocho metros de altura, con “ramas flexuosas, torcidas y corteza parda, oblicuamente agrietadas”, hojas pequeñas, elípticas u aovadas con pecíolos cortos y vainas en su base. También: aguaná.

[**] Dulces de puxinú y de coyol. El primero también llamado maíz de Guinea, sorgo cimarrón y sorgo forrajero, es el Sorghum vulgare de las poáceas. Mientras el segundo corresponde a la fruta del coyul, cocoyol o coquito baboso. Es la palma Acrocomia mexicana de las arecáceas.

 

 

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