Pensando en
Walda y Elsamaría.
Hoy por primera vez, defino antes que nada el título de esta crónica y luego continúo, pues sé lo que debo hacer: relatar las anécdotas pendientes, relativas a mi particular experiencia como lector; no escritas por falta de tiempo y espacio, hace meses, cuando escribí el texto titulado “Leer. Nuestro primer placer”. Esto es entonces la segunda parte de una recordación florida pero inconclusa. Mi experiencia casual ligada a los libros. De modo que hoy debo rememorar… ubicarme en los inicios de la Secundaria, cuando aquello, siendo un internado ―es decir, a pesar de ello―, dispone esa institución de un rincón más bien deshabitado y, aunque es pequeño, hay libros, muchos libros y le llaman biblioteca.
Hay obras reconocibles, libros admirables, tomos gruesos, obscuros, pero
hay también enciclopedias (verdes, rojas, blancas); de conocimiento general,
artes e historia. La colección casi completa de los excelsos monográficos de Time Life y algo particularmente
festivo: la serie completa de los clásicos juveniles de Editorial Bruguera. Más
de alguno ha de recordarlos. Baratos según se veía, pero de empastados finos,
letras grandes e ilustraciones memorables.
Y una segunda historia es la de mi primera lectura del ingenioso hidalgo don Quijote; grandioso, insignificante y muy humano. La novela-ensueño del propio caballero, su Rocinante, Sancho y su bien amada, aunque fantástica Dulcinea. La híper-fábula de sus viajes y comilonas, de sus valentías, discursos y fantasmas. Toda aderezada y algo sintética (según descubrí después), en aquella versión enorme, de tapas duras, preciosamente ilustrada con los grabados de Gustave Doré. O la historia de mi primera heredad libresca: probablemente ejemplar de la primera edición de Los de Abajo de Mariano Azuela, toda raída y con sus pastas rotas.
Recuerdo esto como si fuese ahora: sin agua va, un sábado a medio día, a
todos nos llamaron al dormitorio. El capellán, capitán o como se llamara, había
separado los jergones de los camastros y, naturalmente, había descubierto
nuestros tesoros: postales, cartas, fotografías, cigarros, cómics, afiches
pornográficos, naipes, navajas, una licorera de Ron Palmas (vacía), ejemplares
del Libro Vaquero, eso y más. A todos se nos impuso castigos, a todos se nos
informó que quedaban requisados nuestros “bienes”, pero fui el único ―eso supongo y
lo expreso con orgullo― a quien muy pronto llamaron a la Rectoría.
El padre rector blandía mi librito ajado. Se tiró un rollo sobre lo
permisible e incorrecto, sobre la madurez y mi adolescencia y al final, por
increíble que parezca, me felicitó. Me devolvió el texto y hasta me dijo de
corrido todos los títulos del tal Azuela. Te voy a devolver el libro, me dijo,
con una condición: fuera de los libros de la biblioteca, cualquier libro o
revista que desees leer, primero me consultas. Este libro aún no es para tu
edad, Azuela fue un quemasantos, pero está bien. Yo sé que puedes con él. Adelante.
Ya sabía de García Márquez, y en cuanto pude, compré de segunda mano Cien Años de Soledad. Debo reconocerlo: había leído tan poco que no podía. No avanzaba, releía, regresaba a buscar al sujeto, a alguno de los innumerables Buendía y al fin terminé a duras penas, aunque no quedé satisfecho. Recuerdo que me entusiasmaban las conversaciones, las descripciones. Construí la geografía de Macondo y sus alrededores, pero nunca logré comprender genealogías y generaciones, hasta que varios años después releí el texto con fruición.
Ya en Sxbal (San Cristóbal de Las Casas, pa’los desinformados) fue otra cosa. Fui a dar a una pensión en donde conocían de libros, vivían profesores, un abogado y… las universidades de cualquier modo, han inducido siempre a la lectura.
Fue durante alguno de los primeros días sin clases: fui al centro, pasé a El Recoveco ―una de las librerías en boga―, compré la etno-biografía de Juan Pérez Jolote, sirvieron la comida en la pensión y desde ahí comencé a leer. Me fui a la habitación y seguí leyendo, llamaron a la cena y seguí, continué la lectura toda la noche, me paré a desayunar y, al fin cuando era medio día del día siguiente, había terminado. No creo que eso haya sido ninguna hazaña, pero en mis circunstancias, eso fue una verdadera aventura: por primera vez sabía que era posible leer de corrido un libro, de principio a fin, y ello tan sólo por el placer de la lectura misma, por el gusto de encontrarle el fin.
Meses después vino el episodio de Franz Kafka. Un despropósito. Compré El Proceso sin saber de la novela, sino tan sólo que Kafka reinventaba en ella la literatura moderna, y ahí voy. Comencé a leer y a leer y nada. Avanzaba lentamente, complicadísima. Y cuando a las cansadas llegué a la página setenta y tantas, desistí. Aún la conservo. Eran 254 páginas, letras pequeñas, número 18 de la colección Obras Maestras del Siglo XX, coedición de Origen y Seix Barral. Cuando por fin reinicié su lectura ―ahora sí algo entrenado pues había leído Cartas al Padre y Metamorfosis―, ahora veía luz en donde antes sólo observaba oscuridad, y aún así, su conclusión implicó un desafío. Comprendí por fin la maraña y el caos de la ley y la injusticia en que se ve inmerso Josef K, el ejecutivo bancario; la intención político-anarquista del autor y su orientación filosófico-existencialista.
Finalmente, vale traer a la memoria mi gusto por la biblia. Mi inicial Nuevo Testamento fue obsequio de fin de año al terminar la Primaria. Adquirí a los trece años mi primera biblia formal, la clásica versión Nácar Colunga (papel cebolla, 1700 páginas e ilustraciones intercaladas), me entretuve por algún tiempo en la “antigua” Biblia Guadalupana provista de muchas ilustraciones, y mi última adquisición fue la Biblia Latinoamericana Letra Grande ―que así es su nombre―, integrada por 1982 páginas, ilustrada, magnífica, amena, didáctica. La mejor biblia entre las que conozco.
Pero ¿y en dónde la importancia de esta experiencia? En que por fortuna, con la ayuda de los textos de Rius ―el filósofo-caricaturista mexicano Eduardo del Río―, muy pronto descubrí en esta obra egregia: historia, geografía, derecho, etnografía, mitología, viajes, poesía, crónicas, cartas, antiguas civilizaciones, poligamia, endogamia, homosexualismo y, durante el tiempo en que todos creímos en ovnis, llegué a encontrar en la mismísima biblia, evidencias… así como lo escribo, e-vi-den-cias de la visita de seres y artilugios extraterrestres, en los tiempos del antiguo testamento.
Y ahora recuerdo la grata experiencia de otro texto que marcó mi gusto por la lectura y las viñetas e ilustraciones: el Compendio de Historia Sagrada, libro de tapas duras, típico de los colegios mexicanos de los años sesenta, aunque aquí termino esta evocación, no sin antes apuntar lo siguiente: que leer acarrea una ventaja adicional a sus practicantes. Les permite escribir con cierta corrección, pero sobretodo sin faltas de ortografía. Es más, ellos como en este momento yo o quien escriba, no tenemos necesidad de memorizar tediosas reglas, preceptos, sintaxis ni gramáticas.
Escribimos sencillamente porque sí y en cuanto algo escribimos mal, lo
notamos. Nos sentimos incómodos ante tal textura o disposición. Pronto
reescribimos el vocablo hasta hacerlo coincidir con la forma que tenemos mil veces vista y leída, grabada en la memoria. Tal
como hace el corrector automático de Word, siempre que no se le haya contaminado.
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