lunes, 28 de agosto de 2023

EL GOZO DE LEER POR PLACER


Pensando en Walda y Elsamaría.

 

Hoy por primera vez, defino antes que nada el título de esta crónica y luego continúo, pues sé lo que debo hacer: relatar las anécdotas pendientes, relativas a mi particular experiencia como lector; no escritas por falta de tiempo y espacio, hace meses, cuando escribí el texto titulado “Leer. Nuestro primer placer”. Esto es entonces la segunda parte de una recordación florida pero inconclusa. Mi experiencia casual ligada a los libros. De modo que hoy debo rememorar… ubicarme en los inicios de la Secundaria, cuando aquello, siendo un internado es decir, a pesar de ello, dispone esa institución de un rincón más bien deshabitado y, aunque es pequeño, hay libros, muchos libros y le llaman biblioteca.


Hay obras reconocibles, libros admirables, tomos gruesos, obscuros, pero hay también enciclopedias (verdes, rojas, blancas); de conocimiento general, artes e historia. La colección casi completa de los excelsos monográficos de Time Life y algo particularmente festivo: la serie completa de los clásicos juveniles de Editorial Bruguera. Más de alguno ha de recordarlos. Baratos según se veía, pero de empastados finos, letras grandes e ilustraciones memorables.

Cuánta ilusión aprendí durante esos días, meses o quizá años, al pasar por mis ojos y mis dedos, una a una, las páginas de Emilio Salgari, Julio Verne, Alejandro Dumas, Mark Twain y esas sus inverosímiles y al mismo tiempo evidentes y asombrosas historias. Me viene a la mente Moby Dick, La isla del tesoro, Viaje a la luna, Ben Hur, Las mil y una noches, Sandokán, La vuelta al mundo en ochenta días y tantas otras.

Y una segunda historia es la de mi primera lectura del ingenioso hidalgo don Quijote; grandioso, insignificante y muy humano. La novela-ensueño del propio caballero, su Rocinante, Sancho y su bien amada, aunque fantástica Dulcinea. La híper-fábula de sus viajes y comilonas, de sus valentías, discursos y fantasmas. Toda aderezada y algo sintética (según descubrí después), en aquella versión enorme, de tapas duras, preciosamente ilustrada con los grabados de Gustave Doré. O la historia de mi primera heredad libresca: probablemente ejemplar de la primera edición de Los de Abajo de Mariano Azuela, toda raída y con sus pastas rotas.

Recuerdo esto como si fuese ahora: sin agua va, un sábado a medio día, a todos nos llamaron al dormitorio. El capellán, capitán o como se llamara, había separado los jergones de los camastros y, naturalmente, había descubierto nuestros tesoros: postales, cartas, fotografías, cigarros, cómics, afiches pornográficos, naipes, navajas, una licorera de Ron Palmas (vacía), ejemplares del Libro Vaquero, eso y más. A todos se nos impuso castigos, a todos se nos informó que quedaban requisados nuestros “bienes”, pero fui el único eso supongo y lo expreso con orgulloa quien muy pronto llamaron a la Rectoría.

El padre rector blandía mi librito ajado. Se tiró un rollo sobre lo permisible e incorrecto, sobre la madurez y mi adolescencia y al final, por increíble que parezca, me felicitó. Me devolvió el texto y hasta me dijo de corrido todos los títulos del tal Azuela. Te voy a devolver el libro, me dijo, con una condición: fuera de los libros de la biblioteca, cualquier libro o revista que desees leer, primero me consultas. Este libro aún no es para tu edad, Azuela fue un quemasantos, pero está bien. Yo sé que puedes con él. Adelante.

 Pordios que toda mi naturaleza no cabía en mí. Hoy lo recuerdo y siento nostalgia, pero a consecuencia de ello, muy pronto ahora sí, bajo la autorización del rector leí Los bandidos de Río Frío, un clásico de la literatura nuestra, aunque… me trae mejores recuerdos una de mis primeras lecturas “difíciles”. Fue a finales del primer año de Prepa, o a inicios del segundo. Entre los pensionados en casa de la tía Carlota, yo era el único que poseía librero: una caja de tomates vuelta hacia la pared, otra encima, de frente, ocupada por quince o veinte libros, y encima mis cuadernos y apuntes. Eso era todo.

Ya sabía de García Márquez, y en cuanto pude, compré de segunda mano Cien Años de Soledad. Debo reconocerlo: había leído tan poco que no podía. No avanzaba, releía, regresaba a buscar al sujeto, a alguno de los innumerables Buendía y al fin terminé a duras penas, aunque no quedé satisfecho. Recuerdo que me entusiasmaban las conversaciones, las descripciones. Construí la geografía de Macondo y sus alrededores, pero nunca logré comprender genealogías y generaciones, hasta que varios años después releí el texto con fruición.

Ya en Sxbal (San Cristóbal de Las Casas, pa’los desinformados) fue otra cosa. Fui a dar a una pensión en donde conocían de libros, vivían profesores, un abogado y… las universidades de cualquier modo, han inducido siempre a la lectura.

Fue durante alguno de los primeros días sin clases: fui al centro, pasé a El Recoveco una de las librerías en boga, compré la etno-biografía de Juan Pérez Jolote, sirvieron la comida en la pensión y desde ahí comencé a leer. Me fui a la habitación y seguí leyendo, llamaron a la cena y seguí, continué la lectura toda la noche, me paré a desayunar y, al fin cuando era medio día del día siguiente, había terminado. No creo que eso haya sido ninguna hazaña, pero en mis circunstancias, eso fue una verdadera aventura: por primera vez sabía que era posible leer de corrido un libro, de principio a fin, y ello tan sólo por el placer de la lectura misma, por el gusto de encontrarle el fin.

Meses después vino el episodio de Franz Kafka. Un despropósito. Compré El Proceso sin saber de la novela, sino tan sólo que Kafka reinventaba en ella la literatura moderna, y ahí voy. Comencé a leer y a leer y nada. Avanzaba lentamente, complicadísima. Y cuando a las cansadas llegué a la página setenta y tantas, desistí. Aún la conservo. Eran 254 páginas, letras pequeñas, número 18 de la colección Obras Maestras del Siglo XX, coedición de Origen y Seix Barral. Cuando por fin reinicié su lectura ahora sí algo entrenado pues había leído Cartas al Padre y Metamorfosis, ahora veía luz en donde antes sólo observaba oscuridad, y aún así, su conclusión implicó un desafío. Comprendí por fin la maraña y el caos de la ley y la injusticia en que se ve inmerso Josef K, el ejecutivo bancario; la intención político-anarquista del autor y su orientación filosófico-existencialista.

Finalmente, vale traer a la memoria mi gusto por la biblia. Mi inicial Nuevo Testamento fue obsequio de fin de año al terminar la Primaria. Adquirí a los trece años mi primera biblia formal, la clásica versión Nácar Colunga (papel cebolla, 1700 páginas e ilustraciones intercaladas), me entretuve por algún tiempo en la “antigua” Biblia Guadalupana provista de muchas ilustraciones, y mi última adquisición fue la Biblia Latinoamericana Letra Grande que así es su nombre, integrada por 1982 páginas, ilustrada, magnífica, amena, didáctica. La mejor biblia entre las que conozco.

Pero ¿y en dónde la importancia de esta experiencia? En que por fortuna, con la ayuda de los textos de Rius el filósofo-caricaturista mexicano Eduardo del Río, muy pronto descubrí en esta obra egregia: historia, geografía, derecho, etnografía, mitología, viajes, poesía, crónicas, cartas, antiguas civilizaciones, poligamia, endogamia, homosexualismo y, durante el tiempo en que todos creímos en ovnis, llegué a encontrar en la mismísima biblia, evidencias… así como lo escribo, e-vi-den-cias de la visita de seres y artilugios extraterrestres, en los tiempos del antiguo testamento. 

Y ahora recuerdo la grata experiencia de otro texto que marcó mi gusto por la lectura y las viñetas e ilustraciones: el Compendio de Historia Sagrada, libro de tapas duras, típico de los colegios mexicanos de los años sesenta, aunque aquí termino esta evocación, no sin antes apuntar lo siguiente: que leer acarrea una ventaja adicional a sus practicantes. Les permite escribir con cierta corrección, pero sobretodo sin faltas de ortografía. Es más, ellos como en este momento yo o quien escriba, no tenemos necesidad de memorizar tediosas reglas, preceptos, sintaxis ni gramáticas.

Escribimos sencillamente porque sí y en cuanto algo escribimos mal, lo notamos. Nos sentimos incómodos ante tal textura o disposición. Pronto reescribimos el vocablo hasta hacerlo coincidir con la forma que tenemos mil veces vista y leída, grabada en la memoria. Tal como hace el corrector automático de Word, siempre que no se le haya contaminado.

 

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