Por Antonio Cruz Coutiño
Desde principios de los
años setenta, cuando
mi padre viajó por primera y quizá única vez a la ciudad de México, recuerdo
entre sus pláticas cómo figuraban en plano de igualdad dos edificios públicos y
dos cantinas renombradas: el Palacio Nacional y la Villa de Guadalupe, El Nivel
y El Tenampa. Estas últimas, según nos decía, eran “otra cosa”: total, diametralmente
diferentes a las pulquerías que existían en el pueblo, por más que aquí y en
esta materia, desde tiempo atrás se reconocía su amplia diversidad en toda la
región.
El Nivel, de acuerdo con sus relatos, estaba muy cerca de
donde despachaba el presidente de la República, el fratricida Luis Echeverría
Alvarez, quien continuaba desarticulando los remanentes del movimiento
estudiantil del 68. A él habían llegado a saludar los del Ayuntamiento de La Concordia
y entre ellos mi padre en su calidad de regidor. El Tenampa estaba muy cerca de
algún lugar en donde se concentraba la mayor cantidad de mariachis del país. Lo
recuerdo por esas pláticas y por algunas fotografías que guardó a su regreso. Ahí
aparecían posando con sendos sombreros charros todos: los regidores, el síndico
y el presidente municipal; frente a sus caballitos de tequila y grandes tarros
de cerveza, al lado de mujeres extrañas: muchachas de caras regordetas y labios
exageradamente pintados.
Por esta
razón, las cantinas de la ciudad de México —la capital de aquel país que aún no
conocía— me las imaginaba espaciosas, lujosas, impolutas. Como palacios
relucientes bien amueblados. Con gente que no llegaba a emborracharse ni a
pelear, como en las cantinas del pueblo, sino a fumar sus cigarrillos, a beber
dos o tres copas, conversar en abundancia, comer algo, resolver “asuntos”,
jugar al billar, etcétera.
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©Cerveza deliciosa. México (2016). |
Conozco la
antigua ciudad de los palacios, la desaparecida zona más transparente del país
desde 1979, y si bien muy pronto conocí El Tenampa, El Cairo, el bar Río de la
Plata y otros —todos en el centro histórico—, siempre tuve como un enigma
pendiente, conocer El Nivel. Recuerdo que, en una ocasión, los propios
uniformados de la guardia presidencial nos informaron que no tenían noticia de
ninguna cantina junto al Palacio Nacional ¡Que cómo podía ser eso! Incluso
algún dependiente de la antigua Sombrerería Tardán, ahí mismo en plena Plaza de
la Constitución, nos dijo que ya no existía.
Pero como el
vicio es el vicio y la curiosidad es la madre del invento, hace poco por fin
resolví el enigma de su identificación.
Un día
domingo, acompañado de Macario, nos fuimos al zócalo, habiéndonos informado
previamente de que El Nivel en verdad existía; que era el bar más antiguo de la
ciudad y que estaba por el rumbo del Templo Mayor. Decidimos que quien tendría
que sacarnos de la duda sería algún bolero, el más viejo acaso, pues ellos con
toda seguridad, tendrían contacto con los clientes de las cantinas del centro.
Atrás de la Catedral Metropolitana encontramos efectivamente a los boleros, y
entre ellos al que parecía el patriarca de todos por su barba blanca, quien
amable y mostrándonos sus dientes amarillos, agujereados, nos dio la
referencia:
—Sí, jóvenes. ¡Claro que ahí está!
¿Cómo de que no? Ahí siempre ha estado desde que era yo un escuincle. Den la
vuelta aquí a la Catedral, pasen por enmedio de la bulla de los danzantes y ahí
van a encontrar la bocacalle. Del lado derecho está la esquina del Palacio y a
su costado, en frente, está El Nivel. No tiene anuncio ¿aja? Ni fachada que
parezca cantina, pero ahí es, por ahí pregunten…
Y así lo hicimos.
Era cierto que la fachada del edificio donde se encuentra, es bastante común,
sin ningún atractivo; construcción vieja como todas las del centro, aunque
provista de una puerta principal de madera lustrosa y bien cuidada, con pomos
de bronce reluciente. Muy pronto vimos que una pareja de señores entacuchados
se dirigía decididamente a esa puerta. Empujaron, entraron y sin querer, apenas
alcanzamos a escuchar el bullicio de adentro y a ver el uniforme de los
meseros. No había pierde. Aquí era y entramos. Sabroso encontramos el ambiente,
tibiecito respecto del fresco de la calle.
Una amplia
barra atestada de clientes fue lo primero que vimos; todos eufóricos, encarrerados
y desbordantes en su conversación, y detrás del mostrador los cantineros que,
como hormigas, iban y venían preparando el pedido de los camareros: cervezas
simples y preparadas al punto de la congelación, tequilas, rones, whiskys y
brandys en pequeños cristales, brebajes de todos los colores y sabores,
botanas, cacahuatitos, hieleras rebosantes, en fin. La clientela se reflejaba
en el enorme cristal transversal de la cantina, a pesar de tener atestados los
anaqueles con todas las botellas de licores nacionales e importados, habidos y
por haber.
Después de
alguna espera, uno de los uniformados con filipina blanca y pantalones negros
nos condujo al amplio salón de la cantina. Hasta el único lugar en donde había
disponibles un par de asientos: una mesa ocupada previamente por dos señores
que bebían Solera y Ron Habana. Respetuosamente nos convidaron el espacio,
dijeron que podíamos sentarnos sin ningún problema y casi sin inmutarse
continuaron su discusión.
Nos
acomodamos y… mientras Macario, mi cunca, ordenaba un tequila con su sangrita,
limón y sal, yo pedí una Bohemia, la más helada y en tarro. Naturalmente, los
Delicados salieron a relucir y le dijimos a nuestro mesero que preparara algo
especial pues ya eran las tres de la tarde y aún no comíamos.
Revisamos la
carta y observamos “frijoles tarascos”, “mole de olla”, “alubias estofadas con
puerco” y “fabada”… algo que no conocíamos pero que ahí probamos: una especie
de olla podrida con frijoles bayos y trocitos de carnes diversas, propio de la
cocina asturiana, según nos dijo el camarero. Había también barbacoa de
borrego, queso blanco, queso amarillo, queso de puerco, frituras y cacahuates.
El ambiente estaba animado. No había ya un solo espacio vacío y un leve sonido
de cuerdas con música mexicana se escuchaba por entre el bullicio de la gente.
A nuestro rededor vimos señores de corbata, mujeres bonitas y emperifolladas,
jóvenes con pantalones deshebrados y chamaras de mezclilla, funcionarios del
gobierno, ejecutivos seguramente, parejas como de recién casados, jubilados y
muchachas con minifaldas uniformes; de todo como en botica.
En los muros
del salón había tal cantidad de cuadros con fotografías, pinturas, dibujos,
viejos aparatos e instrumentos de medición, litografías, carteles de toros y
antiguos anuncios de cervezas y licores… que casi no se veía el serenado azul
de la pared. Una colección de pinturas originales de la inmemorial Academia de
San Carlos se distinguía, lo mismo que aquel poema impreso en letras rojas:
Grande fortuna es de aquel
el que tiene por vecina
a la afamada cantina
denominada El Nivel
Luego,
platicando lo mismo con el mesero que con nuestros comensales —los dos, profesores de bachillerato en
la ciudad, sesentones y fumadores que daba gusto verlos, egresados de Filosofía
y Letras; el uno oaxaqueño y el otro veracruzano, aunque ambos hablantines como
guacamayas—, supimos que el bar fue el primero de
su especie a finales del siglo XIX. Que se dedicó a la distribución al mayoreo,
menudeo y servicio al público de bebidas espirituosas y aguardientes nacionales
y extranjeros. Que era el único ubicado junto al Palacio de los masones y la
Catedral de los persignados, y que era el depositario de la licencia sanitaria
y de servicios número uno del antiguo gobierno del Distrito Federal desde 1872.
Después
alguien nos dijo que la cantina fue bautizada como El Nivel, debido a que
exactamente aquí, en frente, se ubicó por mucho tiempo “el nivel”; es decir,
una escala altimétrica que servía para llevar el registro de los niveles
máximos de inundación de los canales que circundaban el zócalo, en la época de
la Colonia. Alguien más precisó que antiguamente el salón se prolongaba hasta
el final de la cuadra en donde ahora se ubica, razón por la cual su domicilio
sigue siendo: “esquina de las calles de La Moneda y Seminario, a un costado del
Palacio Nacional”.
Recordé de
pronto, al ver un viejo anuncio de lámina porcelanizada con la corona clásica
abarrocada y los dos leones enfrentados debajo, a la cerveza mexicana de esta
marca. Recordé los muros de la casa de mi abuelo, pintados con esa publicidad
quién sabe desde cuándo… allí donde me han contado, hubo billares y expendio de
cervezas hasta finales de los cincuenta.
Más allá, debajo
de una especie de mezzanine, viejo y limpio y con tipografía caduca un impreso
indicaba: “El Nivel. Vinos y comestibles de ultramar. Importación directa de
los Estados Unidos y Europa. Gran surtido de puros y cigarros de las mejores
fábricas. Comisiones para el extranjero. Esmero, equidad y baratura. A. Gutt”.
Ya habíamos
liquidado la cuenta y estábamos a punto de salir, cuando reconocimos en una de
las esquinas del salón al maestro Raúl Rojas Soriano. Sí, el mismo, el de los
manuales y textos de metodología de la investigación social, con cuyas lecturas
aprendimos algo desde la Prepa e incluso durante la Universidad; de quien
estamos agradecidos las generaciones que vienen desde los setenta. Ahí lo
encontramos, junto a quien, luego supimos, era el chipocludo de la editorial
Plaza y Valdés: el mismísimo don Fernando del segundo de los apellidos. Los
saludamos, les comentamos que veníamos de Chiapas, nos dijeron que nos
sentáramos junto a ellos, conversamos por un rato sobre libros, literatura y
zapatismo, y hasta nos invitaron un par de cervezas. Al final nos dijimos
amigos, o al menos prometimos amistad y asiduidad en lo posible.
Por fin
salimos a la claridad y al aire fresco de la plaza central, en donde cálida y
majestuosa ondeaba la bandera de los mexicanos, acariciándose con la humedad
del ambiente lluvioso, el viento que venía de lejos y el azul del cielo, nacarado
por las nubes del Altiplano.
Daban las
cinco de la tarde en el reloj de la Catedral y el domingo primero de septiembre
se agotaba. El zócalo era una marabunta humana: confluía en ese momento la
segunda feria citadina del libro, un concierto de Ismael Serrano (a quien no
tenía el gusto de conocer, pero descubría ahora como cantante excelente y mejor
trovador) y una concentración anti-privatización de la industria eléctrica, por
parte de los trabajadores del Sindicato Mexicano de Electricidad.
Y ya
encarrerados, decidimos quedarnos por un buen rato. Lo que ocurrió fue que un
cuero de mujer —aunque más bien una niña, la de la
“mesa de información”— nos obsequió un programa, y fue ahí
que nos enteramos de que doña Eugenia León, nuestra gran señora, estaría
acompañada de Héctor Infanzón, ahí mismo en otro concierto. La esperamos, le
aplaudimos y como siempre, se echó a la bolsa al respetable, especialmente con
aquellas sus canciones subliminales de amor, sensualidad y devoción, y otras
adicionales popularizadas por el famoso Miky Lauren de principios de los
setenta. Entre éstas aquella de la “cosecha de mujeres” y otras prendas.
Pero ya el
cielo se había encapotado, la humedad del ambiente era perceptible y las nubes
se habían tornado oscuras. Tan bajas se veían, que para todos era obvia la proximidad
de la tormenta. No obstante, Eugenia León llegó hasta el final de su concierto,
aunque… la pobre Betsy Pecanins ya no correría la misma suerte.
Sus músicos
se instalaron en el escenario a pesar de todo, afinaron sus instrumentos e
hicieron algunas pruebas. Y cuando la desesperada banda de los bluseros atestados
en la plaza —entre los que nos incluíamos— comenzó a gritar consignas para
ahuyentar el temporal, de pronto el cielo se abrió como un gran dique,
derramando toda el agua contenida sobre la Plaza de la Constitución.
Ni más ni
menos. Era un aguacero en forma, de aquellos que el mar Pacífico habitualmente
precipita sobre el Soconusco.
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