sábado, 19 de julio de 2025

FOTOGRAFÍA AUTOBIOGRÁFICA

¡Ah qué las cosas de la vida, carajo! Tener que referir para la tesis de maestría de Mau, Matilo, o María Auxilio, mi prima fotógrafa chingona, aquella información, recuerdos, reflexiones y sentimientos que pudiera expresar, con tan sólo poner una fotografía de mí mismo frente a mis ojos. Verla detenidamente, una y otra vez; recordar o intuir cada detalle; cuadro a cuadro, por así decir. Y todo por incluirme ella, entre sus sujetos informantes. Objetos de una investigación que versa sobre fotografía, memoria e identidad colectiva. La identidad de quienes formamos parte del pueblo de La Concordia.

Aunque también medularmente ―debe expresarse―, por querer probar ella, ante sus maestros, lectores, jueces o sinodales, una evidente verdad: que, para facilitar el trabajo de rememoración de la memoria humana, es recomendable, e incluso necesario en algunos casos, invocar, referir específicamente ciertos sucesos idos, sucedidos, pretéritos. Que para ello, en ocasiones, sólo basta una referencia oral, aunque en otros, debe disponerse ante los sentidos del informante o sujeto de estudio, alguna substancia remota aunque entrañable. Un sonido antiguo, un olor u aroma característico o, como en este caso: la imagen envejecida, contenida en una fotografía personal.

Así que Mariauxilio invoca e incluso ha convocado a los fantasmas de mi retentiva; esto es, ha facilitado la activación o reactivación de mi memoria y de tal modo, ha despertado aquellos registros-recuerdos que creía olvidados. Rememoración asociada a los primeros meses o quizá primeros años de mi existencia. Razón por la que pidió expresamente, redactar con mi puño y letra lo que resultara, y… he aquí lo que en esa ocasión escribí:

Esta es una fotografía de tamaño postal, originalmente blanquinegra, aunque ahora sepia ante el paso de los años. Probablemente haya sido tomada el 26 de marzo de 1961, fecha de mi primer aniversario, aunque detrás, sobre el papel, mis propias letras, de más o menos 1978, expresan: “tomada en agosto de 1961”, garabatos en los que no me fío, pues… ello implicaría que la foto se hubiera tomado cuando yo tenía la edad de un año con cinco meses. Durante algún fin de semana carente de fechas simbólicas para mis padres; un mes de lluvia intensa, pero sobre todo, no creo eso, pues la complexión física que muestro, no es la de un niño que camina, y mi madre, doña Fausta Coutiño, afirma que “a la edad de un año con dos meses” yo ya caminaba perfectamente bien.

Pero, además, yo ahí visto ropa y calzado nuevo, y nadie en el pueblo de La Concordia estrenaba en cualquier fecha, sino exclusivamente el día de su santo o el de su cumpleaños. También “el mero día” del Señor de las Misericordias, en marzo o, en ocasiones, a principios de noviembre, durante la fiesta de San Pedrito o San Pedro Apóstol, y a lo sumo, el 16 de septiembre, cuando a algunos les tocaba estrenar uniforme, debido al desfile “cívico-deportivo”, en el que invariablemente participábamos todos los escueleros. Los de la Miguel Hidalgo, los de la Casa del Pueblo, o escuela Emiliano Zapata, y los del colegio de las Madres, el colegio Fray Bartolomé de Las Casas.

© El Joseantonio y su banco alto. La Concordia, Chiapas (1961).



La imagen seguramente fue captada por el fotógrafo del pueblo, don Guadalupe Porres Hernández, aunque pudo haberla tomado mi padre, Eduardo Cruz Cristiani, quien desde el cincuenta y ocho o cincuenta y nueve ensayaba con su Kodak Brownie, flash integrado ―que aún conservo―; una de las primeras camaritas de aficionados de la marca Kodak. De cualquier modo, todas las fotos que se tomaban o hacían en Los Cuxtepeques, pasaban por las manos, el cuarto obscuro y los químicos milagrosos de don Lupe Porres, de modo que aún en tal caso, sería “coautor” nuestro fotógrafo estrella.

Y me veo ahí, sentado sobre el banco alto, rústico y pintado de celeste que aún conocí. Fabricado por don Eduardo, cuando a decir de mi madre y del tío Armando Cruz, quiso aprender las artes de la ebanistería. Lo que evidencia que la estampa habría sido tomada en la habitación donde vivíamos entonces: probablemente La Media Luna, casa construida por los señores Carlos y Rafaela Enríquez de origen chiapacorceño, o la casita de tío Jordán Coutiño, frente a la de tío Líndemberg, el trompetista, camino al río, bajada de los higoamates.

Me veo orejón y frente amplia, ojos grandes, profundos y avispados, como inquiriendo al mundo, o quizá sólo al fotógrafo, a la cámara o a la profundidad del lente. Ya se notan, en mi rostro, la marca del ceño que me es característica, y las cejas que con el tiempo serían repobladas; el surco grueso del labio superior en donde con el tiempo habría de alojarse el bigote y, el mentón bien hecho y proporcionado. Y todo, todo el rostro resplandeciente, como cuando se está a punto de esbozar una sonrisa y, además, en este caso, como queriendo balbucear alguna palabra aún desconocida.

Estoy vestido con un ropón u overol blanco, una especie de camisa y calzón de una sola pieza, con aplicaciones horizontales, calcetines marrones ligeramente plegados; calzado con medias botas de cuero negro y suelas naturales. Detrás, sirve como telón y mampara provisional, una sobrecama de las que fueron típicas durante los años sesenta y nada más. Ya me imagino: muy cerca y a los lados, las manos de mi madre ―por si estuviera a punto de caerme―, y a mi padre en frente, detrás del fotógrafo, llamando mi atención; apurándome la sonrisa que talvez buscaban.

¡Ah qué tiempos esos! Los de principios de los años sesenta, los de nuestra infancia, los de la felicidad de nuestros padres... tras su primer enamoramiento sincero. Cuando mantener apenas, la boca de un solo muchachito, era cosa de niños, una delicia. Cuando seguramente el amor de mis padres aún se expresaba de este modo; con sonrisas y trajecitos de catálogo, con ejercicios fotográficos y celebraciones puntuales, con lienzos improvisados y otras mil maneras.



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