lunes, 12 de junio de 2023

EL COCO. LA CANTINA DE TEXCOCO


Sí señor. La vetusta cantina de Texcoco, la más vieja entre las que funcionan, de acuerdo con nuestros informantes. Nadie recuerda la fecha de su estreno, probablemente su nombre se derive del alias de su fundador, y cuento esto ante mi paso por la ciudad, tan sólo para ratificar la certeza de un acertijo: que, en los bares y cantinas, al igual que en las Casas de Cultura, en ellas se reproduce y actualiza una parte importante de los usos, tradiciones y costumbres de los pueblos.
Con tanta mayor razón en la ciudad de Texcoco, en donde como en otros casos singulares, aquí son vecinos estos templos del saber, templos de la discordancia, la buena conversa y el palique. Se encuentran a tan sólo 30 metros de distancia, sobre la calle principal del centro histórico, alineados sobre la misma acera.

© Coco Bar

La Casa de la Cultura Texcocana corresponde al Ayuntamiento de la ciudad, aunque mantiene vínculos con el Instituto Mexiquense de Cultura, mientras que El Coco, la cantina de nuestras referencias, forma parte de la antigua Posada Santa Bertha, símbolos e íconos culturales de la gente. Ambos forman parte inmanente de la ciudad, de su rostro identitario, del patrimonio histórico de los texcoquenses, e incluso de la región circundante. La primera por ser un edificio de filiación barroca del siglo XVII. Por haber albergado al gobierno de la primera entidad federativa, tras la conversión de la ciudad de México en sede de los poderes del gobierno de la Federación, y la segunda, por formar parte de una antigua casona de porte neoclásico, pero, sobre todo, por ser en el centro, una de las cantinas más viejas y de mayor raigambre; la más conocida por la generación de los sesenta y todas las anteriores.

Aquí nos reunimos Alejandro Contla, Martita Cantabrana, Fernán Pavía, Alba Patricia Cabrera y el escribidor de este bodrio; cronista de la ciudad de Texcoco y presidente de la Academia de Historia Regional el primero, cronista de Chiconcuac y jefa de la Comisión de Archivo e Inscripciones de la Asociación de Cronistas de Ciudades Mexicanas la segunda, mientras los siguientes, todos cronistas invitados, radicados en Chiapas. Y no encontramos mejor lugar que la antigua cantina y hoy Bar El Coco. Por ser el más cercano al sitio al que nos convocaron, el de mayor tradición e historia, y el de las preferencias de nuestro anfitrión Alejandro Contla. Si mal no recuerdo, él mismo dijo que ahí celebró la última guarapa con sus amigos, aunque de eso ya hace doce o catorce años.

Llegamos a El Coco entonces, en donde desde la entrada se aprecia… antañona delicia que aún conserva los aires de su última remodelación: puertas de cantina efectivamente abatibles; barra, contra-barra, antigua poltrona continua asida a los muros, cielo negro y paredes recubiertas del veteado propio de las canteras de Tecali (estrías y manchas terrosas, amarillentas, ocres), farolitos libidinosos aunque ahora sin luz, pero sobre todo: erguida y presuntuosa como siempre, y desde hace cuarenta años, la morenaza de ébano, piernas esbeltas, pechos lozanos, turgentes. Talla divina.

Me refiero a La Negra, como le llaman todos en Texcoco, a la morena cuya silueta estampada preside el altar de Baco y demás beldades anónimas que acicalan el sitio. La hermosa mulata pintada a finales de los setenta por algún retratista bohemio. Pintor de afición, según nos refieren, quien excedido en sus cuentas no hizo más que trocar al amor de su vida por los pulques que en ese tiempo se expendían, y no pudo pagar jamás. La negra de las virtudes exquisitas, la mulata de nuestras ilusiones y fantasías. La negrona del artista anónimo y de varias generaciones de texcoquenses.

Cervezas sí, cervezas claro, a falta del elíxir pulqueano de otros tiempos —según cuenta el buen Alejandro Contla—, de cuando los pulques finos y ordinarios, frescos y fermentados, naturales y de sabores.

Sirven las primeras yucatecas Montejo, aunque alguien pide Victorias, y fluye entonces la conversación exquisita, el chascarrillo certero, la sonrisa afable, la carcajada plena. Contla recuerda al barman responsable del antro; éste nos presenta a su hijo, a quien hereda el oficio; y a los dos o tres parroquianos que liban y festejan nuestra algazara. Ya el veterano de nuestros cronistas Fernán Pavía, posa de espaldas a La Negra, como quien atrapa con las manos sus tetas firmes. No se acostumbran las botanas como en Chiapas, nos dicen, pero son generosos ni duda cabe, por sus varias porciones de habas tostadas, rodajas de limón y cacahuates enchilados.

—A que no me creen. —Dispara el anfitrión Alejandro.

—Este fue el lugar preferido de los grandes. Por los años cincuenta o sesenta, siendo ya hombre de fama, vino aquí a sus alipuses el gran Gabilondo Soler, padrino de tantos niños, y tiempo después, lo más granado del Neza, cuando durante algunos años, su casa fue Texcoco: Osvaldo Castro “Pata Bendita”, Carlos Reynoso, Lolo González, José Cruz y tantos otros.

Escuchamos luego, tras la segunda y acaso la tercera Victoria o Montejo, la mágica síntesis de la historia grande y antigua de Texcoco. Era la voz de Martha, Martita la historiadora chiconcuaquense, quien de sus labios surgían noticias de asombro, datos y recuerdos de antaño. Efemérides de cronista y sonrisas, muchas sonrisas. Al final, recibimos de Contla las primeras claves del náhuatl, la lengua que franciscanos y dominicos aprendieron para mejor conquistar a los pueblos de la región.

San Francisco, por ejemplo —nos explica— se transformó en xan-pant-ix-con. Xan: muro de adobes, pant: banderola, ix: ojo, y con: tinaja. Los frailes no tuvieron más que mostrar a nuestros antepasados indios sino los conjuntos gráficos. El dibujo de tales objetos, al modo de las ilustraciones de los códices sahagunianos. Xan-eletl-ix: San Luis, Xan-mictl-etl: San Miguel y así poco a poco hasta darse a entender y con-vencer, e incluso explicar los misterios e incongruencias de la nueva religión que traían los cristianos.

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© Abatibles. De cantina. Texcoco, Edomex (2010).

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