por Antonio Cruz Coutiño
Hace algún tiempo Edith Molano, comadre, vecina y amiga, me invitó a conversar con profesores de Primaria, colegas suyos. Eso fue en la Frayma, la tuxtlequísima Fray Matías Antonio de Córdova y Ordoñez (Tapachula, 1768-1828), escuela en donde César Antonio cursó la Primaria. El tema sería mi experiencia personal asociada a la lectura, o sobre cómo se construye de poquito a poco mi relativo gusto y hábito por la lectura. Juro que me encantó el ejercicio pues, no obstante que las personas que tenía enfrente eran algo grandes ―panzones ellos y emperifolladas las damas―, todos estuvieron atentos de principio a fin. Al final recuerdo, me comprometí conmigo mismo a escribir algún texto, una especie de registro. Yo mismo nunca me había imaginado sistematizar esta experiencia.
¿Pues qué había ocurrido? Que hice memoria en tal momento y recordé con nitidez cuatro cosas: 1. Las primeras letras a-e-i-o-u aprendidas en el kínder de Doña Chayito, primer Jardín de Niños de Los Cuxtepeques. 2. La lectura de la maestra Lupita, en voz alta y engolada, del cuento de Blanca Nieves, y su segunda lectura una semana después, ante nuestra insistencia. 3. El libro que más recuerdo durante la Primaria, el de Lengua Nacional de tercer grado, y 4. El gordo texto del que me enamoré por primera vez; el diccionario adquirido por mis padres, para mí solo, en el Tuxtla Gutiérrez de finales de los sesenta.
Y tan cierto es esto, que hasta hoy recuerdo las lecturas de “Mi Libro de Lengua Nacional”. Hacían referencia a un viaje de un par de niños con su familia, a lo largo y ancho del país. Creo habían partido de la ciudad de México, recorrían las carreteras y paisajes del Pacífico y viajaban hacia el Norte. Después regresaron por Nuevo León, San Luis Potosí y Guanajuato. Conocía la palabra “carretera”, pero ahí conocí en verdad su significado. Perfecto me acuerdo de las gaviotas blancas, extendidas, los pescadores, el muelle y los barcos atuneros del puerto de Topolobampo; y aún más, recuerdo el nombre, por la difícil pronunciación de este vocablo, en sí mismo un trabalenguas: to-po-lo-bam-po.
© Libros |
Dije ahí que mis padres fueron analfabetas, aunque en verdad doña Fausta cursó hasta el tercero de Primaria; que los de mi generación inauguramos la primera escuela de monjas de la región: el antiguo Colegio Juan XXIII, luego renombrado Fray Bartolomé de Las Casas, y que… “Diccionario Escolar Sopena Ilustrado” rezaba el título de mi primer diccionario. Aquel ladrillo adquirido a mediados del tercer año y destruido al fin, cuando ya no tenía solapas y terminaba la Secundaria. Cuidé tanto ese diccionario, que ha de ser verdad lo que ya he dicho: que me enamoré de él. Pesaba más que cualquiera de mis libros, y su estructura era hermosa.
A doble columna, presentaba ilustraciones dibujadas a mano, intercaladas hacia los extremos horizontales de las páginas. Ahí encontraba resueltas la mayor parte de mis dudas, aunque no daba crédito a esa gran cantidad de palabras para mí desconocidas, que, sin embargo ―como decía la madre Salud― formaban parte de nuestra lengua, el español.
Fruía con devoción y gran deleite, uno a uno, el significado de aquellas voces desconocidas, en especial las que se acompañaban de dibujos. Confirmaba ahí lo que nosotros, los cuxtepequenses, entendíamos respecto de alguna palabra, “pozo” por ejemplo, que era lo mismo que “noria”; pero también descubría que otros igual que nosotros, aunque en distintos sitios, designaban con ese vocablo otras cosas, verbigracia el asiento del café. O cómo muchas palabras, además de la significación que coincidía con la nuestra, designaban otros objetos o realidades. Los significados de la palabra “pinche” ―otro ejemplo― para nada coincidían con lo que nosotros entendíamos por ella, y mucho menos “tortilla”, “tirador” o “pozol”, aunque lo peor era que muchas de nuestras palabras no florecían ahí: “pito”, “zule”, “chichi”, “güevo” y “güegüecho”. “Verga” aparecía, pero con un significado que nos daba risa. Tampoco encontré ahí jamás: “vergazo”, “coger”, “chingadazo”, “culo”, “pijazo”, y quién sabe cuántas leperadas.
Conversé con esa muestra de profesores durante tres horas sobre esto y otras remembranzas, aunque siento que una de esas historias les llegó a la médula: la forma original en que mi César Antonio hijo aprende a leer. Cómo sin nacer aún, lograba identificarme, pues al regresar por la noche a casa, mi saludo en voz alta y mis manos sobre el vientre de su madre, le hacían estremecerse. Luego, cómo de tanto leerle cuentos e inventarle algunos, llegó a expresar necesidad de aprender a leer antes de tiempo, y cómo efectivamente, cuadernillos ilustrados, libros formales y periódicos, fueron muy pronto para él, sinónimos de aventuras, historias y mundos imaginarios.
Recuerdo ahora cuando le compramos sus primeros dos cuentos sin palabras, llenos tan sólo de dibujos: el del tronco que se llena de lama y luego se convierte en cocodrilo, y el del sol que al caer la tarde se echa a descansar tras las montañas.
Se volvió un profesional: veía conjuntos de viñetas, y se ponía a relatar lo que sus ojos le indicaban. Luego fue a la guardería, más tarde al kínder de la maestra Villy ―de quien nunca descubrí su nombre― y luego… a los primeros meses en la Frayma, César era uno de los primeros en descifrar las mezcolanzas del abecedario. Le era urgente aprender a leer. Le urgía no depender de nosotros, ni tener que esperarnos hasta la noche para disfrutar sus cuentos.
Otras crónicas en cronicasdefronter.blogspot.mx
Permitimos divulgación, siempre que se mencione la fuente.
2 comentarios:
Interesante crónica que pinta la historia educativa de nuestros padres.
Acá en Guatemala hasta los años 70 del siglo pasado aún habían escuelas con sólo los 3 primeros grados y muchas de ellas con un solo maestro o maestra.
Felicitaciones, por los recuerdos. que nos dejan aprendizaje
Estupenda crónica Doctor Antonio Cruz Coutiño
Publicar un comentario