Por Antonio Cruz Coutiño
Hace tiempo, quizá unos diecinueve años, hice alguna excursión por Tapachula con el fin de conocer el mundo del espectáculo, su vida nocturna y la prostitución en esa ciudad y sus alrededores. Como buen sociólogo, recuerdo, hice trabajo de campo; varias visitas in situ, observaciones puntuales, algunas entrevistas testimoniales y hasta escribí algún texto del que luego tuve pena, por la sensible información y la inmundicia que de ello brotaba. Me sentí cohibido ante la posibilidad de su publicación.
Así que… pronto, descubrimos el ritmo y la cadencia del lugar. Son seis o siete chicas para el deleite del respetable.
Pasan al escenario, una a una, luego de tres piezas de música grabada y vídeos… tres o cuatro veces durante la noche, “aunque eso depende de la permanencia del público”. Ello informa quien nos atiende.
Incluyen en el siguiente lapso, cortes de Santa Sabina y Cártel de Santa, aunque mientras tanto me acerco a quien considero el barman principal. Converso con él, le refiero que hace dieciocho o diecinueve años asisto al lugar un par de veces. Que entonces efectúo un estudio sobre prostitución y giros rojos.
Distinguimos las diferencias entre hoy y ese tiempo y… Finalmente, amigos lectores, se acaba el tiempo y la cuerda. Son ahora las tres veinticinco, y Fanny permanece con nosotros hasta que nuevamente le llega el turno en el espectáculo. Previamente hemos acordado que en cuanto su show termine, yo he de pagar la cuenta, abandonar el lugar y no verla nunca jamás.
Recorrí pues, los lupanares y giros rojos de la ciudad; también Tecún Umán —la antigua Ayutla del lado guatemalteco—, el río Suchiate, Ciudad Hidalgo, Cacahoatán, Puerto Madero y Huixtla y… hoy al finalizar el 2019, nuevamente he tenido esa oportunidad, aunque algo más limitada: acotada a sólo una noche, salud disminuida y mil compromisos.
Desde Tuxtla Chico he llamado a Artemio Alvarado, un buen amigo soconusquense. Nos hemos puesto de acuerdo, fijamos la cita en Las Morenitas y quedamos en vernos a las 22:30. Calculo mis tiempos, surto de gasolina el coche y arranco. Atravieso las vías iluminadas de la moderna carretera a Tapachula, entro por el Oriente, cruzo la ciudad, aunque… muy pronto estoy metido en el berenjenal de sus calles arruinadas y a medio reconstruir. Pido auxilio a un taxista quien amablemente me rescata.
Por un billete me libra del laberinto, e incluso me deja frente a las puertas del lugar afamado. Rumbo de las antiguas vías del ferrocarril, salida inmemorial hacia el mar y Puerto Madero.
Cabaret Las Morenitas reza el anuncio de neón en rojo, blanco y amarillo. Octava Avenida Sur Núm. 140-A, barrio San Sebastián. 30790. Tapachula de Córdova y Ordóñez. Los guardias me cachean, me quitan la navaja que llevo al cinto y a cambio me entregan un ticket. Preguntan de dónde vengo y… ¡Bienvenido!, me dicen, ¡Adelante, caballero! El buen Artemio ya me espera en una mesa intermedia entre la pasarela y la barra. Nos reconocemos, nos abrazamos efusivamente, conversamos lo mínimo indispensable para armonizar y… ya el camarero trae para mí, lo mismo que toma Artemio: doble porción de Terry en un vaso; en otro agua destilada sin hielos, más un platillo de aceitunas, trozos de queso y tostadas.
El ambiente aún no prende —nos dice el mesero—, ¡Pero en un momento esto estará a reventar, señores!
A nuestra izquierda retozan mientras se acicalan, el grupo de las chicas bailarinas, algunas con minifaldas y tops atrevidos, transparentes. Otras con shorts exiguos que pronuncian sus nalgas formidables. Todas llevan zapatillas extremas e incluso algunas van provistas de gorros blancos y encarnados, los de Santa. Mientras tanto, vídeos y ritmos voluptuosos inundan el salón. De espaldas a nosotros está la barra, al lado derecho el punto de salida hacia el estrado, más allá la vitrina del Disk Jockey y por en medio, la pasarela que concluye en una pequeña pista circular y su respectivo “tubo”.
Algo distinguimos entre la música. Rock gótico, dark alemán o algo así, aunque de pronto una beldad ajena al grupo de las cinco anteriores, baila semidesnuda ante nuestros ojos. Se contonea sensual, destaca su robusto pubis, palmea su centro obscuro —el objeto de nuestros deseos—, y ahí humedece sus dedos mientras ofrece sus senos candorosos, ladeando apenas el sostén. Le aclaman a más no poder, jadean los de la primera línea, aunque entonces voltea erguida, se agacha hasta los pies, contorsión sublime, y se exhibe toda, igual que sus nalgas esbeltas, exquisitas.
Luego ponen una rola algo más lenta —quizás Eagles o Joe Cocker—, pieza con que se deshace una a una de sus escasas prendas, el hilillo rojo de sus bragas, las botas. Llama con sus dedos insinuantes a un comensal joven, casi un adolescente, e incluso hacia el rumbo nuestro, lanza miradas lascivas y hasta un beso.
—Me llamo Alan, y soy probablemente el heredero de mi madre —me confía—, aunque usted debió haber venido antier, el sábado, y no hoy que es lunes, amigo.
—El ambiente es bueno —continúa—. Tenemos las mejores chicas, don, pero… —lo reconoce en confianza— apenas ayer domingo se fueron de vacaciones nuestras dos estrellas.
Regreso a mi lugar con Artemio, aunque muy pronto, inesperadamente nuestro camarero se acerca con el pomo de Terry, el brandy que nos desparpaja.
—¡Doble ración para nuestros clientes! —exclama el chico— ¡Y a cuenta de la casa, según ordena el señor Alan!
Nos enteramos de que ésta es la segunda ronda de exhibiciones y aguantamos sólo hasta la quinta stripper. Artemio ha de trabajar mañana y yo, para refrescar la memoria, deseo volver a algún otro lugar antiguo. Menciono El Jacalito, cabaret o bar, ya no recuerdo, pero me convence de ir al Marinero. Nos despedimos, son las dos de la mañana, me voy al centro, tengo dudas respecto de cómo llegar al lugar. Bajo a la esquina en donde una Nevería Michoacana luce desierta y recién aseada y… como si fuese de su familia, el paletero me responde afable:
—Nada qué agradecer por anticipado, señor, que estamos para servirle. ¡Y más en tratándose del Marinero y sus muchachas! —Así me atiende el digno empleado y continúa.
—Na’más ponga atención y de que llega, llega. Aquí na’más continúe una cuadra, tuerza a la izquierda y avance tres calles. Luego doble a la derecha, camine tres, cuatro cuadras o algo más o menos y… ¡Ahí va a ver el anuncio de las santas encueratrices!
Monto nuevamente al coche, sigo al pie de la letra las instrucciones y… ¡Hasta no verte Jesús mío! Digo para mis adentros. Pronto diviso el árbol de mango junto a la entrada, su estacionamiento, e inmediatamente el anuncio que le identifica: Cabaret El Marinero. Men’s Club. Dejo con los guardias el coche, las llaves, mi navaja y… justo en el lugar de siempre, desde afuera y también adentro, todo el lugar se observa aderezado al estilo de las antiguas marinerías: fluir de navíos y puertos, timones, boyas y objetos diversos asociados a navegantes, bucaneros y piratas. El Marinero de Ámsterdam, recuerdo, título del cuento del gran Guillaume Apollinaire, y los dos bares-cafés que persisten sobre las antiguas calles céntricas de la ciudad de Ámsterdam.
Cuatro grandes ventiladores empotrados al muro renuevan desde el patio, el aire viciado del cabaret. De pronto, escasas luces captan mis ojos y… aunque sólo voy, luego un camarero me conduce al sitio idóneo: mesa con dos sillas a dos líneas del escenario y la pasarela, protegido por quien conduce el espectáculo y por la barra. Cerca las salidas de emergencia y junto, el pasillo de los inconfundibles privados.
El sitio está a medias lleno, aunque responde a mi expectativa: luces negras, rojas, incandescentes. Abarrotado el espacio alrededor de la plataforma; nenas, todas lindas, negras, pelirrojas, rubias, morenas… vehementes. Exaltado el ánimo de los machines desprejuiciados; igual que caldeadas las emociones de todos: comensales, meseros, cantineros, animadores y en especial matronas. Las chicas semidesnudas cuyos lustrosos muslos y rostros anhelantes destacan a la media luz. Sobre el estrado una belleza —verdadera hembra en celo— hace de las suyas al tiempo que lanza al público su corpiño. Trepa y hace contorsiones sobre el tubo fálico, mientras desde el cielo negro las luces estroboscópicas congelan su efigie púrpura. Britney Spears, a todo lo que da, derrama alguna de sus rolas cabareteras.
Pido Terry al camarero, pero no hay más brandy que el Torres típico, el amarillo consabido, el de los diez años.
—Patrón disculpe —ruega el mesero que nos atiende—. No hay Terry. Se lo debemos, puees... aquí la clientela en su mayoría bebe cervezas, whisky y a lo mucho tequila.
Lo bueno es que las porciones de licor son generosas, sirven el agua y el hielo aparte, me llevan aceitunas y trozos de jamón horneado… pero ya el camarero, sin ninguna sugerencia de por medio, trae a una jovencita rubia. A ella agradezco su atención y hermosura, aunque me disculpo. Le explico que no traigo dinero suficiente para convidarla, y menos para tenerla a mi lado, si bien en verdad se trata de un ardid. La chica sentada justo detrás —piel cobriza, labios gruesos, dientes de perla—, ha cruzado su sonrisa con la mía, y no he de refrenar o espantar a la suerte.
No hay necesidad de intermediarios. Vuelvo un par de veces mis ojos hacia ella, entreabre sus muslos y me sonríe, aspiro profundo y… cuando con sus ojos me solicita, me inclino ligeramente hacia ella. Sus piernas avanzan, lleva el índice a sus labios y pronto se sienta a mi lado.
Aunque… debo aclarar que es aquí en donde se encuentra la esencia del negocio de los templos-lupanares, desplumaderos o cabarets del mundo. Pues al sentarse junto, las muchachas inician el ejercicio de su calidad de ficheras. Esto es, que mientras la cerveza pequeña cuesta al público treinta pesos, pagamos por las de ellas ciento veinte. Y mientras nuestras copas valen en promedio ochenta pesos, costeamos las suyas en doscientos. Regularmente no aceptan lo que disponemos en la mesa, sino que les sirven algún vino blanco desleído y…
La cuestión central radica en mantenernos excitados. Prendidos a las bebidas, encendidos y entusiastas. ¡Naturalmente! A cambio de la conversación y compañía de las jóvenes, el deleite de sus piernas accesibles, el candor de su sensualidad a flor de piel… Roces, besos, caricias y fricciones. Propias del lugar y del calor que ahí se encierra: luces, colores, ambiente, e incluso fantasías. Las que podrían traspasar el ámbito público para convertirse en privadas.
Pero continuemos con la luminaria, sin embargo, aunque sólo sea por un momento. Con Fanny, según nos confía, así conocida en tanto que streeper profesional. Aunque su verdadero nombre es Estephanie Rodríguez Ávila. Veintiséis años, madre de dos niñas (seis y diez años), y originaria de El Salvador. Guanajita linda, según sus propias palabras, la contratan inicialmente en Los Sauces, luego en Las Morenitas y tiene tres años en Tapachula. Razón por la que pronto podría obtener su “residencia permanente”. 962 218 69 62 es su móvil, y es a no dudar la más hermosa de las morenas del Marinero. Comparte igual, entre varias confidencias, que ella misma se siente incómoda ante la reciente proliferación de sus coterráneas en la ciudad… aunque también refiere cubanas, africanas, centro y sudamericanas.
Se presenta al igual que sus compañeras ¡Despampanante! Aunque es cierto que a ella en especial aplauden, y a rabiar. El público grita, gime, aúlla y se enardece al desprender sus ropas íntimas. Al desnudar su piel. Dispersa entre los concurrentes, pequeñas pulseras fluorescentes. Llega una a mis manos mientras entorna sus ojos… segundos precisos durante los cuales su visión evanescente me recuerda a la mismísima Whitney Houston. La de cierta noche, hace tiempo, en el Casino del Litoral, en las inmediaciones de Lisboa junto a los arenales del Suroeste.
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