―Puta colección de mierda. Ojalá ahora sirva de algo, ―dijo en voz alta, aunque para sí mismo.
Antes de dormirse reunió cajas, álbumes, catálogos y libretas clasificadoras, y al día siguiente, tras diez horas de trabajo, tenía vacías las gavetas del armario y los entrepaños de un estante de la biblioteca. Había desmantelado todo: miles y miles de estampillas que durante veinticinco años había colectado, una tras otra, robándole tiempo al sueño, a su mujer y a sus hijos. Separó los sellos nuevos de los usados, los de su colección continental de los exclusivamente mexicanos, y los de sus colecciones propiamente, de los repetidos y disponibles para intercambio.
―Ya que aquí ningún jijueputa las quiere ni de regaladas ―pensó―, ojalá allá encuentre alguna casa filatélica o a algún coleccionista que por una lana se las lleve todas.
Desocupó los álbumes ―incluso el Vackimes especializado en México―, todos sus clasificadores y carpetas de separación, y despegó con cuidado las charnelas de las estampillas de su colección estrella, la de la serie completa México Exporta. Desechó las pequeñas cajas en donde almacenaba los timbres que le servían para intercambiar con sus corresponsales, y todo lo demás: papel secante, folders, carpetas de celofán y papel de China, cartulinas negras y cremas, y tiras de exhibición. Se fue al traspatio y junto con los álbumes vacíos prendió fuego a todo. Ya era casi de noche cuando el entorno chisporroteaba y se llenaba de luz.
―A huevo. En Madrid, en Salamanca, o en cualquier pinche ciudad que se atraviese, he de encontrar a alguien que se interese. Total, que ha de costar un chingo todo este trabajo, y ya con que me den algo, bueno será para atemperar la falta de lana.
Así pensaba Augusto Cuadras, y todo porque meses atrás, otro coleccionista local, aunque este especializado en viñetas y pinturas, su amigo Joel Robelo, le había dicho que sólo porque no tení
a dinero… que, si no, le compraba la colección. Pero que la solución estaba ahí; que, ya que pensaba ir a conocer las europas, allá la vendiera. Que allá encontraría más demanda y mejores clientes, y que, al apretarle la necesidad, se fuera a las plazas y a los mercadillos domingueros, como él mismo había hecho años antes. Que ahí, fácil los vendería de poco a poco y por buen dinero.
Desechó pues, todos los trebejos y utensilios del pasatiempo. Obsequió a la biblioteca del pueblo sus textos de filatelia y otros libros de consulta, llevó los catálogos mexicanos y el Scott Mundial, repartió entre sus vecinos las pinzas, odómetros, lupas y lectores de marcas de agua, y como ya dije, quemó todo lo demás. Redujo toda su colección a exclusivamente los timbres. Los siete, diez o doce mil sellos de sus desvelos entraron en una simple caja de zapatos. Nunca supo cuántos eran, pues contarlos hubiera implicado más trabajo. Era evidente que ya no quería usar más tiempo en ese negocio.
A los dos días llegó la fecha que marcaban los pasajes. Tomó el autobús del pueblo, luego el de Tuxtla y después el avión que de la ciudad de México lo condujo a Madrid. La misma tarde de su arribo, tomó el tren que lo dejó en Salamanca. Ya estando ahí, quince días más tarde, se animó a indagar sobre el mercado filatélico. Descubrió las dos únicas casas especializadas en sellos y billetes del mundo: la American Post Stamp y la Numismática del Tormes, que al hilo se encuentraban so
bre la calle de San Pablo. Fue a una y luego a la otra… aunque sólo para enfermarse de la decepción.
―Claro que sí se lah compramo’, amigo mexicano, ―le respondieron en la primera—. Pero sólo le compramo’ mint. La’ used puee quedársela’. Separe la’ ehtampilla’ por paí’. Éhta’, la’ de conmemoracione’ cívica’ no valen. A nadie, que no sea del propio paí’, le interesan. Vamo’ a tomársela’ a razón de ciento por euro.
―Cien timbres por euro, ―razonó Augusto Cuadras. Calculó catorce pesos por euro―. Catorce centavos mexicanos por timbre. Más o menos 5,000 sellos ―pensó para sí mismo―, descartando los que no se aceptan, cincuenta lotes de a cien. Cincuenta euros por catorce, igual a 700 pesos, ¡700 pesos!... No mamen…
―¿Cincuenta euros por todo, don? Pero si esto vale miles, señor ―respondió casi balbuceando al tipo de gafas, visera y lupa en la mano, quien ensalivaba y sorbía sus labios―. No puede ser. Tal vez haya alguna equivocación. En México he gastado un titipuchal de tiempo y un dineral en esto.
―No dudo lo que uhtez me dice, majo, pero ehte eh su precio. El precio del mercado internacional, el precio en lote’ de mayoreo.
―Usted disculpe, pero aquí hay sellos que valen diez, veinte euros o más… por uno sólo.
―Lo que uhtez dice eh un di’late, caballero, pero bueno... Lo que pasa eh que, como uhtez puede observar, nosotroh no somoh coleccionista’. Nosotroh somoh facilitadore’ de la filatelia. No noh dedicamo’ al coleccionismo como uhtez. Pero vamoh hombre, vamoh ayudarlo amigo. Vamoh a cotizar venticinco céntimo’ mah, por cien.
Tragó saliva Augusto Cuadras y empuñó las manos. Movió la cabeza, confundido. Aspiró tanto como si se acabara el oxígeno del mundo y se plantó frente al mostrador. Arrebató con sus manos los sellos que el viejo avaro, ya apartaba meticulosamente con unas pinzas. Se le retorcieron las tripas, se humedecieron sus ojos y a punto estuvo de llorar. Devolvió todo a la caja de zapatos y la ató nuevamente en cruz. Buscó por última vez los ojos huidizos del comerciante y se retiró sin decirle adiós.
De más está decir lo que le ocurrió en la siguiente. Bueno es apuntar, sin embargo, la cierta razón que asiste a los comerciantes de valores postales, timbres y demás objetos filatélicos: ellos no observan colecciones ni valoran esfuerzos. Tan sólo acechan y en veces olfatean oportunidades para hacerse de dinero. Augusto Cuadras pretendía vender sus sellos y hojitas, considerando su desvelo, dedicación y gastos aplicados durante aquella retahíla de años, pero eso era imposible.
Además de formar sus dos colecciones mexicanas ―la de Vackimes general y la específica, mencionada arriba―, Augusto Cuadras soñaba con expresar la historia de América, a través de la integración de seis colecciones generales. Estas incluían los países del continente, desde Canadá a Chile, Estados Unidos, las Antillas… una barbaridad. “Personajes”, “Conmemoraciones”, “Arquitectura”, “Obras de Arte”, “Transportes” y “Vías de Comunicación”, se leía sobre las solapas de sus carpetas de colección. Todas las noches, al regresar del trabajo, dedicaba atención a sus sellos y a sus corresponsales, hasta el día que dejó de responder a sus colegas coleccionistas. Tiempo después canceló su suscripción como colector de los sellos mexicanos, suspendió sus vínculos con las casas filatélicas de la ciudad de México, y decidió dejar hasta ahí la clasificación de sus afanes.
A la semana siguiente, Augusto Cuadras viajó a Madrid y, aunque encontró varias casas filatélicas sobre la Gran Vía, optó por visitar sólo las próximas a la Plaza Mayor: el estanquillo de uno de los pasajes, el que da hacia la Calle Mayor, y dos sobre la calle de Esparteros. Un euro 35 “céntimos” le ofrecieron por cada cien sellos nuevos: algo menos que diecinueve centavos mexicanos por estampilla. Se resignó es cierto, pero escupió en el piso como queriendo eliminar toda la bilis que le envenenaba los entresijos.
―¡Qué poca madre! Lo que usted debería hacer, es arrebatarme los sellos, quedarse con la caja y todo, no pagarme un centavo y escupirme a la cara.
Así exclamó al “valuador” de uno de los comercios, pero no le comprendió, o no quiso comprenderlo. En el bar de la esquina tomó un par de cañas ―cerveza genérica y al por mayor―, y luego caminó sin rumbo. Ya era tarde, entre obscuro y claro, cuando junto a los armastotes de la basura, sobre una calle desierta, se sentó sobre la acera. Abrió su tesoro con parsimonia, la caja de zapatos. Fue sacando los timbres de poquito a poco, luego a puños, y los apiló en un montón. Los asperjó para aumentar su volumen, sacó un cerillo, encendió uno de sus Delicados, acercó la flama a los timbres y les prendió fuego.
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―Ya que aquí ningún jijueputa las quiere ni de regaladas ―pensó―, ojalá allá encuentre alguna casa filatélica o a algún coleccionista que por una lana se las lleve todas.
Desocupó los álbumes ―incluso el Vackimes especializado en México―, todos sus clasificadores y carpetas de separación, y despegó con cuidado las charnelas de las estampillas de su colección estrella, la de la serie completa México Exporta. Desechó las pequeñas cajas en donde almacenaba los timbres que le servían para intercambiar con sus corresponsales, y todo lo demás: papel secante, folders, carpetas de celofán y papel de China, cartulinas negras y cremas, y tiras de exhibición. Se fue al traspatio y junto con los álbumes vacíos prendió fuego a todo. Ya era casi de noche cuando el entorno chisporroteaba y se llenaba de luz.
―A huevo. En Madrid, en Salamanca, o en cualquier pinche ciudad que se atraviese, he de encontrar a alguien que se interese. Total, que ha de costar un chingo todo este trabajo, y ya con que me den algo, bueno será para atemperar la falta de lana.
Así pensaba Augusto Cuadras, y todo porque meses atrás, otro coleccionista local, aunque este especializado en viñetas y pinturas, su amigo Joel Robelo, le había dicho que sólo porque no tení
© Mis Delicados. Ciudad de México. 2006. |
a dinero… que, si no, le compraba la colección. Pero que la solución estaba ahí; que, ya que pensaba ir a conocer las europas, allá la vendiera. Que allá encontraría más demanda y mejores clientes, y que, al apretarle la necesidad, se fuera a las plazas y a los mercadillos domingueros, como él mismo había hecho años antes. Que ahí, fácil los vendería de poco a poco y por buen dinero.
Desechó pues, todos los trebejos y utensilios del pasatiempo. Obsequió a la biblioteca del pueblo sus textos de filatelia y otros libros de consulta, llevó los catálogos mexicanos y el Scott Mundial, repartió entre sus vecinos las pinzas, odómetros, lupas y lectores de marcas de agua, y como ya dije, quemó todo lo demás. Redujo toda su colección a exclusivamente los timbres. Los siete, diez o doce mil sellos de sus desvelos entraron en una simple caja de zapatos. Nunca supo cuántos eran, pues contarlos hubiera implicado más trabajo. Era evidente que ya no quería usar más tiempo en ese negocio.
A los dos días llegó la fecha que marcaban los pasajes. Tomó el autobús del pueblo, luego el de Tuxtla y después el avión que de la ciudad de México lo condujo a Madrid. La misma tarde de su arribo, tomó el tren que lo dejó en Salamanca. Ya estando ahí, quince días más tarde, se animó a indagar sobre el mercado filatélico. Descubrió las dos únicas casas especializadas en sellos y billetes del mundo: la American Post Stamp y la Numismática del Tormes, que al hilo se encuentraban so
bre la calle de San Pablo. Fue a una y luego a la otra… aunque sólo para enfermarse de la decepción.
―Claro que sí se lah compramo’, amigo mexicano, ―le respondieron en la primera—. Pero sólo le compramo’ mint. La’ used puee quedársela’. Separe la’ ehtampilla’ por paí’. Éhta’, la’ de conmemoracione’ cívica’ no valen. A nadie, que no sea del propio paí’, le interesan. Vamo’ a tomársela’ a razón de ciento por euro.
―Cien timbres por euro, ―razonó Augusto Cuadras. Calculó catorce pesos por euro―. Catorce centavos mexicanos por timbre. Más o menos 5,000 sellos ―pensó para sí mismo―, descartando los que no se aceptan, cincuenta lotes de a cien. Cincuenta euros por catorce, igual a 700 pesos, ¡700 pesos!... No mamen…
―¿Cincuenta euros por todo, don? Pero si esto vale miles, señor ―respondió casi balbuceando al tipo de gafas, visera y lupa en la mano, quien ensalivaba y sorbía sus labios―. No puede ser. Tal vez haya alguna equivocación. En México he gastado un titipuchal de tiempo y un dineral en esto.
―No dudo lo que uhtez me dice, majo, pero ehte eh su precio. El precio del mercado internacional, el precio en lote’ de mayoreo.
―Usted disculpe, pero aquí hay sellos que valen diez, veinte euros o más… por uno sólo.
―Lo que uhtez dice eh un di’late, caballero, pero bueno... Lo que pasa eh que, como uhtez puede observar, nosotroh no somoh coleccionista’. Nosotroh somoh facilitadore’ de la filatelia. No noh dedicamo’ al coleccionismo como uhtez. Pero vamoh hombre, vamoh ayudarlo amigo. Vamoh a cotizar venticinco céntimo’ mah, por cien.
Tragó saliva Augusto Cuadras y empuñó las manos. Movió la cabeza, confundido. Aspiró tanto como si se acabara el oxígeno del mundo y se plantó frente al mostrador. Arrebató con sus manos los sellos que el viejo avaro, ya apartaba meticulosamente con unas pinzas. Se le retorcieron las tripas, se humedecieron sus ojos y a punto estuvo de llorar. Devolvió todo a la caja de zapatos y la ató nuevamente en cruz. Buscó por última vez los ojos huidizos del comerciante y se retiró sin decirle adiós.
De más está decir lo que le ocurrió en la siguiente. Bueno es apuntar, sin embargo, la cierta razón que asiste a los comerciantes de valores postales, timbres y demás objetos filatélicos: ellos no observan colecciones ni valoran esfuerzos. Tan sólo acechan y en veces olfatean oportunidades para hacerse de dinero. Augusto Cuadras pretendía vender sus sellos y hojitas, considerando su desvelo, dedicación y gastos aplicados durante aquella retahíla de años, pero eso era imposible.
Además de formar sus dos colecciones mexicanas ―la de Vackimes general y la específica, mencionada arriba―, Augusto Cuadras soñaba con expresar la historia de América, a través de la integración de seis colecciones generales. Estas incluían los países del continente, desde Canadá a Chile, Estados Unidos, las Antillas… una barbaridad. “Personajes”, “Conmemoraciones”, “Arquitectura”, “Obras de Arte”, “Transportes” y “Vías de Comunicación”, se leía sobre las solapas de sus carpetas de colección. Todas las noches, al regresar del trabajo, dedicaba atención a sus sellos y a sus corresponsales, hasta el día que dejó de responder a sus colegas coleccionistas. Tiempo después canceló su suscripción como colector de los sellos mexicanos, suspendió sus vínculos con las casas filatélicas de la ciudad de México, y decidió dejar hasta ahí la clasificación de sus afanes.
A la semana siguiente, Augusto Cuadras viajó a Madrid y, aunque encontró varias casas filatélicas sobre la Gran Vía, optó por visitar sólo las próximas a la Plaza Mayor: el estanquillo de uno de los pasajes, el que da hacia la Calle Mayor, y dos sobre la calle de Esparteros. Un euro 35 “céntimos” le ofrecieron por cada cien sellos nuevos: algo menos que diecinueve centavos mexicanos por estampilla. Se resignó es cierto, pero escupió en el piso como queriendo eliminar toda la bilis que le envenenaba los entresijos.
―¡Qué poca madre! Lo que usted debería hacer, es arrebatarme los sellos, quedarse con la caja y todo, no pagarme un centavo y escupirme a la cara.
Así exclamó al “valuador” de uno de los comercios, pero no le comprendió, o no quiso comprenderlo. En el bar de la esquina tomó un par de cañas ―cerveza genérica y al por mayor―, y luego caminó sin rumbo. Ya era tarde, entre obscuro y claro, cuando junto a los armastotes de la basura, sobre una calle desierta, se sentó sobre la acera. Abrió su tesoro con parsimonia, la caja de zapatos. Fue sacando los timbres de poquito a poco, luego a puños, y los apiló en un montón. Los asperjó para aumentar su volumen, sacó un cerillo, encendió uno de sus Delicados, acercó la flama a los timbres y les prendió fuego.
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