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viernes, 1 de noviembre de 2024

TODOSANTO EN LOS CUXTEPEQUES

Para Toño, Romeo, Pilo, Carmen, Ramiro y Pedro

A mí me encanta el Todosanto, más que las otras fiestas tradicionales de Chiapas. Las fiestas de septiembre, las de enero en Chiapa de Corzo, el carnaval de Ocozocoautla, la Semana Santa, la Noche Buena y la Navidad. Aunque tal vez igual que las Posadas, las nacidas de Niño Dios, las Sentadas de Niño, y la fiesta de mi pueblo, la feria grande, la del Señor de Las Misericordias.

Me importa el Todosanto porque me hace recordar a La Concordia y a su antiguo cementerio, a los Cuxtepeques y al Valle Central de Chiapas; aunque tales referencias sólo se conservan en la memoria, pues desde hace tiempo estos lugares fueron inundados. Engullidos por una represa hidroeléctrica que prometía mil cosas. Y me siento muy bien cuando recuerdo. Revivo mi infancia y mis amores, mis juguetes, mi antigua casa y mis vecinos; mi colegio y mis maestras-monjas, mis tías y tíos, la abuela María Antonia, los barrios de mi crianza y el pueblo todo.

Revivo sus calles empedradas, sus edificios bonitos, sus tiendas y farmacias, sus cines y paleterías, sus iglesias y su rotonda a mitad de la plaza; sus ríos, arroyos y manantiales salinos, sus caminos y puentes colgantes —que sin embargo llamábamos hamacas—, sus milpas, sus huertas y montañas. Y es que, a finales de los sesenta, y yo con apenas diez años, todo era paz… a pesar de las rencillas, balaceras y muertes recurrentes, las riñas callejeras, y los presos: borrachos y rijosos del fin de semana que en día lunes limpiaban la plaza y las calles aledañas.


De fiesta con los muertos

Desde finales de octubre, después de tres kilómetros de camino, siempre por la mañana, por fin la gente llegaba al cementerio. A deshierbar sus sitios, a limpiar sus tumbas, a pintar las cruces. El Ayuntamiento se encargaba de hermosear la entrada del panteón y sus callecitas, reponía postes y alambrados, y encalaba los tajos de muralla en construcción. Pero era hasta el día dos de noviembre, el mero día de los difuntos, cuando el gentío acudía desde la madrugada. Igual que en la antigua San Bartolomé, en Socoltenango, Tzimol, Chicomuselo, Jaltenango y Montecristo.

Un tanto diferente a Villacorzo, Villaflores, Chiapa y Suchiapa, en donde desde la media tarde del día anterior, la gente acudía —y aún hoy puntualmente acude— a honrar a sus antecesores y a convivir con sus muertos.

La visita del cementerio y la jornada entera, era el día de campo más hermoso y largo del año. Se iba al arroyo por agua, al monte por leña y, junto a los muertitos se hacían fogatas y braceros. Desde temprano las tumbas eran engalanadas, y muy pronto olían a copal y a estoraque. Abundaban las flores artificiales de papel crepé, papel lustre y papel de China: coronas, ramos, “guías” y flores sueltas, aunque de vez en cuando, flores naturales también. Las rezadoras no se daban abasto. A cuál más quería padrenuestros y avemarías para sus muertos, glorias, plegarias y hasta rosarios completos.

Ahí se almorzaba, se bebía el pozol o se degustaba el tentempié del medio día y se recalentaba la comida. Circulaba el comiteco, el posh y otros aguardientes, las cervezas… y era común, hasta a los niños, darles a probar copitas de mistela.

© Flores de terciopelo y cempasúchitl. Tapachula, Chiapas. 2018.


Era todo aquello un día de ilusión, una jornada maravillosa. El pueblo entero se trasladaba al camposanto, incluso los neveros, paleteros, puesteros y mesiteras. Los burriteros se movían hacia allá, con todo y sus bestias y barriles, lo mismo que los aguadores de a pie, con sus tirantes de madera y cubos de hojalata. Las callecitas del panteón eran las avenidas anchas del pueblo y todo el mundo cabía ahí, aunque todo fuera más pequeño. Visitábamos las tumbas viejas y enormes de nuestros antepasados fundadores y las de algunos parientes: tíos, abuelos, bisabuelos e incluso tatarabuelos.

Eran tumbas bellísimas: como si formaran parte de la arquitectura de algún lugar remoto y olvidado. Algunas adornadas con angelitos y dolorosas, y otras con epitafios calados. Andando el tiempo supe que se grababan en San Cristóbal y Comitán. Las menos mostraban guirnaldas cuyos grabados parecían filigranas de orfebrería.


Compadres de cascarón

Las chavas y los chavales, con tiempo fabricaban para sí y para vender, cascarones decorados; una costumbre que ahora descubro, sigue siendo peculiar de los Cuxtepeques. Las cáscaras de huevo se rellenaban de confetis multicolores, su abertura era cubierta con un cucurucho de papel de China, se pintaban con juchina de colores brillantes, y al fin se exponían al sol. El día de visita al cementerio, todos iban proveídos: los cascarones se los quebraban unos a otros en la cabeza, al tiempo que pronunciaban algo como “¡Viva viva! ¡Mi compadre!” o “¡Viva viva! ¡Mi comadre!”.

Y esto era, ni más ni menos, una ceremonia de iniciación entre adolescentes. Una especie de flirteo. Si a alguien le caía bien una muchacha y quería cortejarla, no hacía falta más que acercarse, hacer contacto visual con ella, estrellarle el cascarón en la cabeza y hacerla su comadre.

Varios casos hubo —en especial entre mujeres— que de grandes aún se trataban como comadres por aquella antigua razón. “Comadres de cascarón” y no por un comadrazgo formal. Hubo excesos también y los sigue habiendo: los chavos sobresalidos, en vez de rellenar con confetis los cascarones, lo hacían con harina, con talco e incluso con ceniza o cal. Pero lo importante era la algazara y el griterío, la convivencia y los pretextos que todo mundo urdía con esto… para ponerse a manos y en paz con sus vecinos, amigos y familiares. ¡Y hasta con los mismos muertos!


Comida y pan de muertos

La costumbre de llevar alimentos y bebidas a los difuntos nunca fue nuestra. No llevábamos los gustos de nuestros muertos al cementerio, sino que los dejábamos en el pueblo vacío, en el altar de la casa. Tradición que sí es observable en Berriozábal, San Fernando, Ocozocoautla y Tuxtla Gutiérrez; en San Bartolomé, Socoltenango y Tzimol, pero principalmente en los pueblos de ascendencia indígena.

Desde las once de la mañana del último día de octubre, los mayores dejaban al pie del altar, pequeñas porciones de confites y dulces varios. Suponíamos que al medio día, los angelitos y almas pequeñas venían del fondo de la tierra o de las nubes, a merodear por el pueblo, y en particular a hurgar entre los altares surtidos. Después, al día siguiente, también al final de la mañana, juntamente con nuestra partida al panteón, todo mundo depositaba en torno al altar, bocadillos y raciones para las almas grandes, nuestros difuntos viejos, según hubieran sido sus gustos y placeres en vida.

Tamales de hoja y atol agrio en algunos casos, pozol blanco o de cacao en otros, chicharrones, chocolate o café; cigarros a los que habían sido fumadores en vida, o pequeñas copas de aguardiente e incluso botellas enteras, a quienes les había encantado la vida disipada.

Tampoco es nuestra la costumbre del pan de muertos, aunque sí de los pueblos de ascendencia zoque: Copoya, Tuxtla Gutiérrez, Berriozábal, Coita o San Fernando. E igual, de ninguno de los pueblos de la Frailesca, si bien el concepto ha permeado las prácticas culturales de los pueblos de Chiapas, al igual que la idea de los altares de muertos, profusos, al modo del Altiplano Central de México.

En La Concordia lo que hasta la fecha se observa, es adornar el altar familiar con algo de papel crepé y flores naturales, una veladora encendida y un vaso de agua cristalina. Flores, las especialmente cultivadas para la ocasión; vela, veladora o candela, en señal de iluminación y rumbo, y agua —según un mito generalizado— para atemperar la sed de las almas crecidas, errabundas, sedientas; en especial las que aún hoy saldan deudas en el purgatorio.


Tusús, nulibé y musá

Perfecto recuerdo cómo con anticipación, en el patio de las casas, nuestras madres preparaban la tierra para plantar gajos de crisantemos que también llamábamos margaritas. O para sembrar incluso semillas de flor de seda o “crestas de gallo” y el infaltable tusús: la florecita amarilla más conocida como flor de muerto, flor de Todosanto y cempasúchilt; la misma que los chiapacorceños llaman nulibé, y musá los zoques de San Fernando.

Todas son plantas que florecen precisamente en estas fechas, entre octubre y noviembre, al igual que algunas silvestres y otras asilvestradas, útiles para agasajar a los muertos desde sus tumbas y nuestros altares. Las preciosas amarillas árnicas, los penumbres o penumbras blancas, las florecillas de lechita y canela, las panojas blancas del punupunú de los conejos tuxtlecos, y las variadas campanillas blancas, rosadas, moradas y salmones: nuestros picoques, más conocidos, sin embargo, como puyuy en el triángulo que forman Chiapa de Corzo, Tuxtla y Suchiapa.


Bajada de los angelitos

Pero la evocación más profunda y festiva de la celebración no está en lo dicho hasta aquí, sino en la remembranza de la tarde-noche del primero de noviembre, cuando en pequeñas bandadas, siendo niños, nos convertíamos en ángeles, aunque, a decir verdad: en “angelitos”. Así nos veíamos, y así nos veían los adultos, al pedir de casa en casa, y de calle en calle, conservas, dulces y frutas.

“Ángeles somos, / bajamos del cielo, / pidiendo limosna / para que comamooos”. Una y otra vez repetíamos esta cantinela, hasta que al frente de cualquier vivienda, la gente grande y los abuelitos, sentados en sus butaques, nos hacían rezar jaculatorias y avemarías. Esta era la condición para regalarnos pequeños tesoros: pachitos o patzes, panecillos, camotes y calabacitas en conserva, nanches y jocotes encurtidos, trozos de caña, limas, jícamas, naranjas y puñados de cacahuates, que no llamábamos así sino “manías”.

© Pan de muertos. Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. 2017.



Desde la tarde anterior nos juntábamos los amigos del barrio. Ahí acordábamos lo que cada quien llevaría para la Bajada de los Angelitos. Al frente debía ir una cruz de madera, de latón, o ya de perdidas… un par de maderos cruzados. A los lados marchaban cuando menos dos velas. Detrás un ramo de flores y un cencerro o campanita. Después varias latas, rellenas de piedrecillas para hacer ruido abundante. Luego una o dos ollas para no mezclar o confundir lo dulce con lo salado, un morral para cargar las frutas y cosas sólidas, y hasta un garrote… por si algún angelito vecino se le trepaba lo endemoniado.

Salíamos por la tarde, entre obscuro y claro. Había grupos exclusivamente de niñas y —debo reconocer— sólo en ciertos casos, algunas amigas se aceptaban entre varones. Las bandas del centro iban hacia la orilla, mientras las de los barrios de la orillada se encaminaban al centro. Aquellas iban a la caza de conservas y frutas, mientras éstas perseguían dulces, galletas y panecillos. Tras cantar y cantar frente a las casas, al unísono decíamos: “¡Una limosnita tiiiaaa!”. En donde nos recompensaban con dulces y frutas en cantidad, gritábamos: “¡Que vivaaa la tiiiaaa!”. En donde a alguien se le ocurría decir que no tenían nada para nosotros, o se les había terminado, chillábamos hasta desgañitarnos: “¡Que mueeera la tiiaaa!”. E incluso rematábamos: “¡Con su panzota friiiaaa!”.


Rimas que aún perduran

La rima y la entonación, es cierto, varía en los pueblos en donde aún perdura esta tradición. En vez de pedir “limosnita tía”, como decimos en La Concordia, en El Parral y probablemente en todo Villacorzo, piden “tamalito tía”. En Tuxtla demandan “calabacita tía”, en la ribera de Chiapa dicen algo más extenso: “Queremos calabacita tía. Calabacita que dejaron las almitas”. Mientras que en Tonalá y en toda la Costa, los infantes portan una rama seca, embellecida, y salen a pedir “ayote” ―como llaman a la calabaza o chilacayote―, mientras todos cantan: “Angelitos somos / del cielo bajamos / a pedir ayote / para que comamos. / Arriba del cielo/ mataron a un gato, / lo supo San Pedro / y se fue sin zapato. / Yo no quiero oro / ni quiero riquezas, / lo único que quiero / es lo que está en la mesa”.

En Ocozocoautla el estribillo es un tanto diferente. En las procesiones se escucha: “Somos angelitos, / del cielo bajamos, / a pedir ofrenda, / para que comamos”. En la ribera de Chiapa aún se escucha: “Somos angelitos, / bajamos del cielo / para ver si la almita / dejó calabacita”. Si bien en la propia Chiapa de Corzo corean: “Ángeles somos, / del cielo venimos. / Un solo pedazo/ de dulce pedimos”.

Y finalmente en el caso de Tuxtla, dicen que aún es posible oír por las calles de sus barrios viejos y por las de sus colonias periféricas, algo aún más complejo: “Angelitos somos, / bajamos del cielo, / pidiendo calabaza / para que comamos. / No queremos dulces, / tampoco cerveza, / nosotros queremos / lo que hay en la mesa. / No queremos vino, / tampoco cerveza. / Lo que sí queremos/ es dulce y paleta”.





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